Eduardo Torres Dulce: «¿Por qué Lo dejamos tan solo en la Cruz?»
Jesús muere en la cruz… Se hace un estremecedor silencio. «En el pasado siglo XX, se ha hablado, y aún es tema de debate, sobre el silencio de Dios, pero en muchos casos, entre nosotros los cristianos y en el día a día, deberíamos hablar del silencio sobre Dios», comentaba el lunes el Fiscal General del Estado, Eduardo Torres Dulce, en su pregón de la Semana Santa madrileña
El Fiscal General del Estado se presentó en la catedral de la Almudena, junto al cardenal Antonio María Rouco, como «un simple cristiano de a pie que, día a día, lucha contra su condición humana, y día a día, espera en la misericordia divina para el perdón de sus pecados». Su pregón -aclaró- no iba a ser el del «erudito en la historicidad de la Semana Santa», ni el de «un aprendiz de paso de teólogo».
Torres Dulce ofreció una emotivo reflexión sobre la Pasión de Cristo. «Quisiera que, durante el rato que escuchen mis palabras, casi como cerrando los ojos y abriendo el alma, nos sintiéramos a ese tiempo Pascual en el que, hace más de 2.000 años, las gentes de Jerusalén estuvieron escuchando y viendo al Señor que pasaba para irse y para quedarse, porque no hay distancia nunca para unos sucesos que no fueron simplemente hic et nunc, sino que tenían vocación de eternidad».
«Todos estábamos, todos seguimos estando en Jerusalén aquella semana», dijo, entonando un leitmotiv que se repite a lo largo de todo el pregón, salpicado de abundantes y eclécticas citas literarias: Stefan Zweig, Teresa de Jesús, Lope de Vega, Julian Green, Juan de la Cruz, Luis Rosales, Rafael Sánchez Mazas, Unamuno…
El Fiscal General del Estado comenzó su relato en la subida a Jerusalén, cuando Jesús, tomando aparte a los doce, por tercera vez les anunció su muerte y resurrección. «¡Qué terribles y misteriosas debieron sonar esas palabras!».
Domingo de Ramos
«Domingo, ahora es domingo… Jesús ha bajado a Jerusalén con sus discípulos para celebrar la Pascua, como en otras ocasiones, pero ésta no es otra ocasión. Se acerca la culminación de su misión… En Betfagé, muy cerca del Monte de los Olivos, los discípulos tomaron una borrica a la que seguía su pollino, y de esta suerte entró Jesús en Jerusalén. El entusiasmo se desborda, la gente que huye por los alrededores y en la entrada de la ciudad despliega sus mantos sobre el camino, mientras que otros, cortando ramas de los árboles y arbustos, los tendían sobre el pedregoso camino. Misteriosamente, parece como si Cristo Rey fuera así reconocido… Habría partidarios de Jesús, y gente que siempre se contagia del entusiasmo de otros. También quienes observaban críticamente la amenaza que suponía Jesús, los que preparaban ya un proceso contra él y que se sentirían inquietos por esa aclamación popular… Y estarían los indiferentes, que echarían una ojeada desdeñosa a esa expresión de júbilo y saludo a un hombre que llegaba a Jerusalén montado humildemente en un asno».
«No ocultemos la gloria del Señor -comenta Torres Dulce-, no dejemos de entonar cantos de júbilo y alabanza, no ocultemos nuestra alegría por la llegada del Señor, porque como narra Lucas, recordaba Jesús a los fariseos que reprochaban la exaltación de sus discípulos: Si callaran estos, hablarían las piedras… Luego, Jesús fue al templo, porque Jesús, devoto israelita, jamás descuidó sus obligaciones… A la caída de la tarde se volvió a Betania y en el camino y después cuando cayera la noche, seguramente sus discípulos hablarían de ese día prodigioso, y quizás como nosotros se olvidaran del anuncio que camino de Jerusalén les había hecho de su Pasión y de su Resurrección».
Martes y miércoles
«En esas mañanas de martes y miércoles de la semana de Pascua -prosigue el Fiscal General-, el Señor reafirmó sin duda su condición de Mesías, de Hijo de Dios, y lo confesó, creo yo, para que nadie dudara de su mensaje y actos, y a sabiendas de que el proceso abierto ya por el Sanedrín le abocaba a la detención, condena y petición de muerte a la autoridad romana, que era quien tenía potestad. Muchos, ante los actos milagrosos de Jesús de Nazaret, incluso entre los jefes del templo, le creyeron, pero prefirieron no confesarlo porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios».
Son acontecimientos enormemente interpeladotes para nosotros, aquí y ahora. «En el pasado siglo XX, se ha hablado, y aún es tema de debate, sobre el silencio de Dios, pero en muchos casos, entre nosotros los cristianos y en el día a día, deberíamos hablar del silencio sobre Dios. Juan nos habla en su evangelio de ese amor por la gloria de los hombres, que ahora mismo se traduce en el temor de confesarnos cristianos en pensamientos y actitudes. Todos estábamos allí por tanto esos martes y miércoles de la semana de Pascua, allí, en Jerusalén, viendo al Señor cuando habla, cuando hace milagros, y le creíamos, pero respetuosos con las advertencias del mundo, nos callábamos, nos callamos. Hay una leyenda en un crucifijo flamenco allá por 1632 que reza así: Yo soy la luz y no me miráis, yo soy el camino y no me seguís, yo soy la verdad y no me creéis, yo soy la vida y no me buscáis, yo soy el Señor y no me obedecéis, yo soy vuestro Dios y no me rezáis, yo soy vuestro mejor amigo y no me amáis. Si no sois felices, no me culpéis».
El miércoles, Jesús asiste a un convite en Betania, en casa de Simón el leproso, y ¡una mujer! derrama un costoso perfume sobre sus pies. «El Señor sabe que en pocas horas va a morir y a resucitar. Y parece como si se permitiera un momento de suave melancolía, de necesidad de amor y de ternura por nuestra parte. Los pobres siempre estarán con nosotros, nos recuerda. Los necesitamos, pero a Él también. Se queda todos los días en el Sagrario, pero cada día necesita que nos acerquemos, como esta mujer de Betania, con un frasco de perfume de nuestro amor y devoción, de nuestro arrepentimiento y de nuestro dolor».
«Jesús fue el primer pobre, desposeído de todo, incluso afectado de manera absoluta en la más completa abyección, despojado de todo, y día a día lo seguimos despojando de todo», explica el Fiscal. «Todo el Evangelio gira entorno a la necesidad de la disposición personal hacia la pobreza, toda una teoría y práctica del despojamiento, cuyo ejemplo es Jesús vivo. Es por todo ello que este pasaje, situado por Mateo y Marcos, e incluso por Juan, en la frontera de los decisivos días de la Semana Santa, cobra para mí un sentido tan especial. La Semana Santa como momento litúrgico, pero sobre todo personal de agradecimiento, de caridad, de homenaje al Señor, Rey de Reyes, Hijo de Dios; de reconciliación, merced a su misericordia, con el perdón de los pecados, mostrando nuestro arrepentimiento. El momento de derramar con nuestras oraciones el perfume más cálido en corazón abierto, de lavar con nuestras lágrimas sus llagas abiertas por y para nosotros. El acto público de esa mujer es un testimonio maravilloso, emocionante, porque siempre son las mujeres las que calladamente o a voz en grito, con extraordinario valor y dignidad, muestran teológicamente su importancia en el Evangelio, testimoniando su amor por y en Jesús. Ese acto es el ejemplo vivo del culto debido a Jesús, pero también un perfecto acto de caridad».
Jueves
«El día en que se despide de ellos, y les deja su cuerpo y su sangre, el día en que les lega el testamento de su amor, que les sirve no menos amorosamente lavándole los pies como su siervo, todos le abandonan. Desde entonces, celebramos, día tras día, la Eucaristía, conmemoramos esa última, pero también la primera Cena». En el Cenáculo «estábamos allí todos nosotros», «porque día a día volvemos alrededor de la mesa del altar a celebrar la Eucaristía».
«Es noche también de traiciones y abandonos, y también allí estamos todos nosotros, por mucho que pensemos que la acción de Judas es de proporciones tan extraordinarias que nunca nos asemejaremos a Él, o que, como Simón Pedro, le diremos que nunca le negaremos. Sólo hay que esperar, y a veces ni eso, a que el gallo cante tres veces. Pero la traición de Judas…, ¿cómo sería el tono y la mirada del Señor cuando le ordenó que lo que tuviera que hacer lo hiciera cuánto antes? ¿Podemos creer que Judas nunca amó al Señor?».
En cuanto a las negaciones de Pedro, el episodio nos enseña a no dudar nunca «de la misericordia del Señor, si nuestra alma se desnuda ante Él y solicitamos su perdón. De Simón Pedro, mientras se pierde por las calles de Jerusalén, quedémonos con sus lágrimas, porque salen de un corazón consciente de sus debilidades, pero poblado de un extraordinario amor y devoción por el Señor».
«Finalmente, en esa interminable noche Jesús se sometió a la justicia humana» por partida doble, a la del Sanedrín y a la de Pilatos, «Él que es el justo por antonomasia, Él que en compañía del Padre y del Espíritu Santo los juzgará a la hora de la muerte». En el primer caso, «la pregunta esencial es la de: ¿eres tú el Mesías, el Hijo de Dios? Más allá de una blasfemia de alto rango del derecho judío, la confesión de Jesús no era sino la ratificación de toda su vida, de toda su predicación. Allí estamos también todos nosotros, en el Sanedrín, escuchando el interrogatorio, a los testigos, y finalmente la respuesta de Jesús. Nuestra fe nos demanda cotidianamente ese enfrentamiento, esa asunción de que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el que nos redime cargando por la pesada carga, de todos nuestros pecados».
Viernes
Horas después, ante el titubeante gobernador romano, «Jesús envía un mensaje sin coartadas: cuanto sucede está autorizado por el Padre. Ninguna autoridad tiene poder para sentenciarle… De igual manera, ante la pregunta escéptica de Pilatos, ¿qué es la verdad?, niega el relativismo rampante que nos domina, Él es la Verdad, el Camino y la Vida. En los dos procesos el Señor es ofendido, escarnecido, insultado, golpeado, torturado con enorme inquina, menospreciado con violencia, parece como si además de cargar con todos los pecados del mundo, presupuesto para nuestra redención, quisiera ejemplificar en ese su cuerpo violentado, en ese su espíritu no menos torturado, cargar con todas las violencias e indignidades que los hombres hemos cometido, cometemos y cometeremos a lo largo de la historia. También estamos allí ante Pilatos esa mañana de Pascua, gritamos que preferimos a Barrabás, exigimos que se crucifique a Jesús, con cinismo alegamos que si no lo hace ya no es amigo del poder de César, estamos allí con la indiferencia del espectador con la distancia de quien contempla un suceso muy lejano. Allí, en esa mañana, está toda la humanidad y la historia frente al hombre que la redime sin contra-pago alguno por un supremo acto de amor».
Y añade Torres Dulce: «Interponer la fría distancia de 2.000 años para evadirnos de nuestra responsabilidad cotidiana de ignorar a Jesús, de no confesarle, es ignorar que Él redimió a todos sin distinción ni condición alguna. También estuvimos, estamos allí en el camino del Gólgota, por las calles de Jerusalén. Ojalá que seamos Simón de Cirene para ayudar a un agotado Jesús a llevar la cruz. Antes o después, en la vida se nos demanda y es una pesada cruz infinitamente más leve que la que cargaba Jesús… Pero puede que sigamos allí, indiferentes o curiosos o sabios, moviendo la cabeza llenos de certezas fabricadas por nosotros mismos. Y luego allí, elevado al madero de la cruz, Jesús es privado de todo, incluso de sus vestiduras. Sigue siendo torturado y escarnecido. Me estremece siempre no sólo su dolor si no su inmensa soledad. ¿Por qué Lo dejamos tan solo?».
Sábado
Es sábado. «Ya el cuerpo del Señor en el sepulcro. Un pesado velo de silencio ha caído sobre Jerusalén. La vida continuaba para muchos, también para muchos de nosotros. Para los ejecutores, porque la ley se había cumplido y hecho justicia ejemplar. Un hombre sacrificado por el bien del pueblo. Para los espectadores, porque ese espectáculo sangrante ya había concluido. Para los indiferentes, porque ese parvo suceso nunca cambiaría el curso de sus vidas, del mundo ni de la historia. Para los discípulos reunidos en el cenáculo con las puertas cerradas por miedo, porque el dolor se uniría a la decepción, al desconsuelo, al desconcierto. Para algunos, como Tomás o como los discípulos de Emaús, porque todo había, inesperadamente, concluido…». También allí estábamos nosotros. «Los sagrarios están vacíos, las puertas de las iglesias cerradas, no hay culto. ¿No es una imagen de este mundo que comienza a rodearnos? Desde los albores del siglo XX, se habla insistentemente del silencio de Dios, del silencio de los desmanes de los hombres contra los hombres, de los crímenes abyectos contra la inocencia de los niños, contra la creciente pobreza y la indiferencia de los cada vez más ricos, de la crueldad de las enfermedades. ¿Está el Señor callado en la frialdad del sepulcro en el que preferimos que se quede, que ya no hable?».
«Vuelvo a Julian Green, cuando en su Journal, su diario, dice que, en el corazón del silencio es donde habita Dios. En ese mismo diario, unas páginas antes, resume con gran belleza, lo que para él es la fe: Amar hasta morir de amor a alguien cuyo rostro no se ha visto jamás y cuya voz no se ha oído jamás. En esto consiste el cristianismo… El Sábado Santo, envuelto en ese manto de silencio, es el día de la esperanza, es imprescindible, en virtud teologal, esperar contra toda esperanza».
Domingo
«Desde ese Domingo de Pascua en Jerusalén, la fe está y reside en un sepulcro vacío. Cuanto hagamos en esta vida se resume en la esperanza de encontrarlo vacío. Juan y Pedro, cuando les comunican las mujeres la noticia, corren hacia allí, y pasmados contemplan como nosotros, 2.000 años después, el sepulcro del Señor vacío. Algunos, como Tomás, le exigimos que nos muestren las manos y el costado atravesado por los clavos y la lanza, y Jesús nos permite que lo hagamos reconviniéndonos amorosamente que no seamos incrédulos sino fieles».
«Todo volverá a ser como antes de la Semana Santa. Pero no, nada puede ser como antes de Semana Santa, porque toda su vida se corona de espinas y amor en esos días de Semana Santa», añade el Fiscal General del Estado.
«En unos días, queridos hermanas y hermanos, comienza la Semana Santa -concluye-. De nuevo, rehacemos la vida del Señor: seamos sus testigos. Quizás, como rezaba el epitafio de don Miguel de Unamuno, necesitamos que el Señor nos acoja en su seno porque llegamos cansados de tanto bregar. Pero no olvidemos que el Señor nos ha prometido tras vencer al mundo y al miedo, que estará con nosotros hasta la consumación de los tiempos. Amén».