Desde este sábado 5 de mayo: 14 nuevos sacerdotes en Madrid. De la Iglesia, y para la Iglesia
Alberto Fernández ha aprendido que uno no es sacerdote porque diga que quiere serlo, como hacía él de niño. «Es algo de la Iglesia, y al servicio de la Iglesia»; una Iglesia a la que, en estos años de formación en el seminario, ha aprendido a «querer más y mejor». Este sábado, en Madrid, Alberto será ordenado sacerdote, junto a 8 compañeros del Seminario Conciliar, y a 5, de tres países distintos, del seminario misionero Redemptoris Mater
«Pide que recen por nosotros, es lo que más necesitamos», responde Alberto Fernández al felicitarle por su próxima ordenación como presbítero. «Estamos pasando unos días muy bonitos, muy arropados. Pero tengo ganas de empezar ya la vida de sacerdote».
Tras una adolescencia de indiferencia, añoraba «la relación tan natural con el Señor que tenía de niño, cuando alguna vez decía que quería ser sacerdote». Este camino terminó en el seminario, donde ha descubierto que «el sacerdocio es muy distinto a lo que yo pensaba. No lo llevas tú, es algo de la Iglesia, y al servicio de la Iglesia. Esto se concreta en la obediencia al Magisterio, a tu obispo…». En este tiempo, además, ha conocido «mucho la vida concreta de la Iglesia a la que voy a servir, en lo bonito y en su limitación. He aprendido a quererla más y mejor».
Con Alberto, van a ser ordenados ocho diáconos del Seminario Conciliar de Madrid: Javier Carralón, Pedro Javier Carrasco, Diego Cristóbal, Ignacio Delgado, Javier García, Jaime López, Rafael Navarrete y Jesús Zurita. Faltan en el grupo Alois y Simon Pierre, que esperan a ordenarse cuando vuelvan a su Ruanda natal. Formarse con ellos ha sido «una experiencia muy fuerte de comunión, y un privilegio ver el testimonio de comunión entre ellos, siendo el uno hutu y el otro tutsi».
Se ordenarán también cinco diáconos del seminario misionero Redemptoris Mater, que ya han vivido dos años de misión. Se trata de Abraham Puerta y José Antonio Pichardo, españoles; Michele Taba, italiano; y Juan Pablo Ughetti y Álvaro Montes, colombianos. A Álvaro, empezar el seminario le costó: dejar en Colombia a su familia y amigos, el cambio cultural, y «empezar de nuevo a obedecer, a seguir un horario, cuando yo ya estaba independizado».
Hijo de una familia católica «por costumbre», Álvaro se encontró con el Señor en el Camino Neocatecumenal. «Dios me ha ido hablando al corazón y ha ido llenando mi vacío». Ahora, poco antes de ordenarse, «aunque uno va con miedos, tengo la certeza de que Dios ha sido fiel estos años, y lo va a seguir siendo hasta el final». De momento, se queda en España, donde «vivimos una situación social y cultural bastante difícil. En Colombia, estaba acostumbrado a que las iglesias estuvieran llenas. Aquí, estoy en una parroquia con pocos fieles. ¿Vale la pena ser sacerdote para esto? Sí, porque sólo por uno ha dado Cristo su vida; y Dios permite esto por algo».
En 2007, Alfa y Omega publicaba el testimonio de Jaime, un seminarista de tercer curso, que contaba su vivencia ante su futuro como sacerdote. A unos días de que ese futuro sea su presente, vuelve a ofrecer su testimonio para este semanario
Cuando nace del corazón de Dios, toda promesa lleva dentro un don, y todo don supone una nueva promesa. Los sueños del Señor siempre se cumplen. Aunque haya decidido tantas veces ponerme en plan antihéroe, y, cuando Él daba su gracia, aportar por mi parte cansancio, inseguridad, debilidad y pecado. Menos mal que siempre viene la misericordia de Dios, hecha Cristo Sacerdote, toca tus tonterías, y tus tonterías te dejan de importar. Yo tampoco imaginaba que una vida feliz consistía en esta caída en picado: «Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo» (Flp 2,6-7). He perdido la cuenta de las horas que he tenido que estar mirando a un Crucificado para entenderlo. Gracias a Dios, el corazón aprende mirando. Bien sé ahora que si el Señor me elige y me envía a los hombres como sacerdote es precisamente como siervo: en su nombre bendito, acercarles un par de centímetros la misericordia y el don del Espíritu Santo; cerca de ellos, orar a Dios con sus lágrimas, adorarle en sus batallas y alabarle en sus alegrías; y cerca de ellos, cerquísima, ofrecer la Eucaristía que salva al mundo.