«Debemos mantener viva en el mundo la sed de absoluto»
«La Iglesia católica es consciente de la importancia que tiene la promoción de la amistad y el respeto entre hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas» en relación a retos comunes como el «respeto a toda la creación», o la defensa de la paz y la justicia social. «Pero, sobre todo, debemos mantener viva en el mundo la sed de lo absoluto», dijo el Papa, al recibir el miércoles a los Delegados de otras confesiones cristianas y religiosas. Éstos son amplios extractos de su discurso:
Ante todo, agradezco de corazón lo que me ha dicho mi hermano Andrés [el Patriarca Ecuménico Bartolomeo I].
Me causa una especial alegría encontrarme hoy con vosotros, delegados de las Iglesias ortodoxas, las Iglesias ortodoxas orientales y las comunidades eclesiales de Occidente. Agradezco que hayáis querido participar en la celebración que ha marcado el comienzo de mi ministerio como obispo de Roma y sucesor de Pedro.
Ayer por la mañana, he reconocido espiritualmente presentes a través de vosotros a las comunidades que representáis. En esta manifestación de fe, me ha parecido vivir de manera aún más apremiante la oración por la unidad de todos los creyentes en Cristo, y ver en ella prefigurada de algún modo esa plena realización, que depende del designio de Dios y de nuestra cooperación leal.
Comienzo mi ministerio apostólico durante este año que mi venerado predecesor, Benedicto XVI, con intuición verdaderamente inspirada, ha proclamado para la Iglesia católica Año de la fe. Con esta iniciativa, que deseo continuar, y que espero que impulse el camino de fe de todos, quería conmemorar el 50 aniversario del inicio del Concilio Vaticano II, proponiendo una especie de peregrinación a lo que es esencial para todo cristiano: la relación personal y transformadora con Jesucristo, Hijo de Dios, muerto y resucitado por nuestra salvación. En el corazón del mensaje conciliar reside, precisamente, el deseo de proclamar este tesoro perennemente válido de la fe a los hombres de nuestro tiempo. Junto con vosotros, no puedo olvidar lo que aquel Concilio ha significado para el camino ecuménico…
Sí, queridos hermanos y hermanas en Cristo, sintámonos todos íntimamente unidos a la oración de nuestro Salvador en la Última Cena: Ut unum sint! (¡Que sean uno!) Pidamos al Padre misericordioso que vivamos plenamente esa fe que hemos recibido como un don el día de nuestro Bautismo, y que demos de ella un testimonio libre, alegre y valiente. Éste será nuestro mejor servicio a la causa de la unidad entre los cristianos, un servicio de esperanza para un mundo todavía marcado por divisiones, contrastes y rivalidades. Cuanto más fieles seamos a su voluntad en pensamientos, palabras y obras, más caminaremos real y substancialmente hacia la unidad.
Por mi parte, deseo asegurar, siguiendo la línea de mis predecesores, la firme voluntad de proseguir el camino del diálogo ecuménico… Os pido que llevéis mi cordial saludo, junto con la seguridad de mi recuerdo ante el Señor, a las Iglesias y Comunidades cristianas que representáis, y os pido a vosotros la caridad de una plegaria especial por mi persona, para que sea un pastor según el corazón de Cristo.
Diálogo con las otras religiones
Y ahora me dirijo a vosotros, distinguidos representantes del pueblo judío, al que nos une un vínculo espiritual muy especial, pues, como dice el Concilio Vaticano II, «la Iglesia de Cristo reconoce que, conforme al misterio salvífico de Dios, los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y en los profetas». Agradezco vuestra presencia y confío en que, con la ayuda del Altísimo, podamos proseguir con provecho ese diálogo fraterno que deseaba el Concilio, y que efectivamente se ha llevado a cabo, dando no pocos frutos.
También saludo y agradezco cordialmente a todos vosotros, queridos amigos pertenecientes a otras tradiciones religiosas; en primer lugar a los musulmanes, que adoran al Dios único, viviente y misericordioso, y lo invocan en la plegaria, y a todos vosotros. Aprecio mucho vuestra presencia: en ella veo un signo tangible de la voluntad de incrementar el respeto mutuo y la cooperación para el bien común de la Humanidad.
La Iglesia católica es consciente de la importancia que tiene la promoción de la amistad y el respeto entre hombres y mujeres de diferentes tradiciones religiosas –esto, lo quiero repetir: promoción de la amistad y del respeto entre hombres y mujeres de diversas tradiciones religiosas–… También es consciente de la responsabilidad que todos tenemos respecto a este mundo nuestro, respecto a toda la creación, a la que debemos amar y custodiar. Y podemos hacer mucho por el bien de quien es más pobre, débil o sufre, para fomentar la justicia, promover la reconciliación y construir la paz. Pero, sobre todo, debemos mantener viva en el mundo la sed de lo absoluto, sin permitir que prevalezca una visión de la persona humana unidimensional, según la cual el hombre se reduce a aquello que produce y a aquello que consume. Ésta es una de las insidias más peligrosas para nuestro tiempo.
Sabemos cuánta violencia ha causado en la historia reciente el intento de eliminar a Dios y lo divino del horizonte de la Humanidad, y nos damos cuenta del valor que tiene el dar testimonio en nuestras sociedades de la originaria apertura a la trascendencia, ínsita en el corazón humano. En esto, sentimos cercanos también a todos esos hombres y mujeres que, aun sin reconocerse en ninguna tradición religiosa, se sienten sin embargo en búsqueda de la verdad, la bondad y la belleza, esta verdad, bondad y belleza de Dios, y que son nuestros valiosos aliados en el compromiso de defender la dignidad del hombre, de construir una convivencia pacífica entre los pueblos y de salvaguardar cuidadosamente la creación.