De la JMJ, a la Misión Madrid - Alfa y Omega

De la JMJ, a la Misión Madrid

César Augusto Franco Martínez
No os guardéis a Cristo para vosotros mismos

Al finalizar al Jornada Mundial de la Juventud (JMJ), muchos preguntaban: ¿Y ahora qué? El esfuerzo ímprobo de tres años no podía quedar reducido a aquellos días inolvidables. La propuesta del señor cardenal de Madrid de realizar una misión en la ciudad responde, en cierta medida, a la pregunta. Y es también uno de los frutos de la JMJ y del impulso misionero que dio Benedicto XVI con su magisterio. La invitación a los jóvenes para hacerse presentes, hasta en los lugares más hostiles al Evangelio, y anunciar a Cristo ha sido sin duda una de las claves para entender la JMJ. El Papa recordó que «no se puede encontrar a Cristo y no darlo a conocer a los demás… No os guardéis a Cristo para vosotros mismos. Comunicad a los demás la alegría de vuestra fe».

No podía ser de otra manera. En la Iglesia, todo es misión. Ella vive para evangelizar y hacer posible el encuentro con Cristo, como recuerda el Instrumentum laboris del próximo Sínodo de los Obispos. El Beato Juan Pablo II solía decir que la Iglesia del tercer milenio debía caracterizarse por una palabra: Misión. Basta leer su gran documento sobre la misión de la Iglesia —Redemptoris missio— para descubrir hasta qué punto latía en el corazón de este gran Papa la pasión por el Evangelio y por transmitir la fe. Desde sus orígenes, la Iglesia no ha hecho otra cosa que anunciar a Cristo y hacerlo presente en la historia de los hombres.

Hay que reconocer que ha decaído mucho el afán misionero. Si Dios es bueno para salvar a los hombres por diversos caminos, ¿qué sentido tiene la misión? Es una vieja pregunta que pone el dedo en la llaga de la cuestión fundamental de la fe cristiana: Cristo es el único redentor del hombre, por la sencilla razón de que la Humanidad forma un todo, una armónica unidad, que tiene como única meta el Dios Creador y Redentor, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Y mientras toda la Humanidad no haya alcanzado, como dice Henri de Lubac, la forma de Cristo, la Iglesia no puede permanecer tranquila, porque todos los hombres han sido creados para llegar a ser en Cristo hombres nuevos, en ese Cristo en quien Dios pensó al crearnos.

En realidad, la misión nos pone contra las cuerdas y nos obliga a plantearnos cómo vivimos la fe. Porque quien ha descubierto a Cristo, no tiene más remedio —con gozo y responsabilidad— que anunciarlo. Y, si no lo hace, es que aún no se ha encontrado seriamente con Él como su Salvador. Si es cierto el axioma, en el orden espiritual, de que «no se posee más que lo que se da», dar a Cristo es el signo de que realmente se posee, si es que Cristo puede ser poseído plenamente. Hablemos entonces de correr en pos de Cristo, como hacía san Pablo, por ver si lo alcanzamos, y en esa carrera —metáfora de la fe— incorporemos a quienes encontramos por el camino. En esta tarea de transmitir la fe, que es la forma suprema de fortalecerla, nadie puede permanecer ocioso. «Nadie tiene el derecho de decir como Caín: ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Nadie es cristiano por sí solo» (Henri de Lubac).

Se ha necesitado mucho esfuerzo, coraje e ilusión, para organizar la JMJ. Es cierto. Pero no nos engañemos. Todo esto se necesita día a día para realizar la misión que Cristo nos encomendó al subir al Padre: Id y haced discípulos a todas las gentes enseñándoles a guardar cuanto os he mandado. Esto lo entienden quienes viven con gratitud y gozo la fe, y quienes saben que «la Iglesia está con dolores de parto hasta que todos los pueblos hayan entrado en su seno» (Metodio de Olimpo).

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