«Cuando caían las bombas, rezábamos con los niños»
El abandono total en las manos de Dios que caracterizaba la vida de la Madre Teresa ha prendido también en la Congregación que ella fundó. Las misioneras de la caridad que permanecieron en Bagdad, durante el embargo y la posterior guerra del Golfo, son un ejemplo de ello, y muestran con su vida que el amor es más fuerte que la muerte
El mundo sigue teniendo sus ojos pendientes de Irak. Su capital, Bagdad, vive cada día un continuo ajetreo; desde hace meses, los soldados extranjeros y muchos habitantes de la ciudad se empeñan con denuedo en recuperar la normalidad de la actividad diaria. Para ello reparan las calles, reconstruyen el tendido eléctrico, distribuyen alimentos y agua, etc. Pero la violencia sigue: los atentados se suceden cada día y la cifra de víctimas, como consecuencia del conflicto, sigue aumentando.
En medio de esta situación, cuatro mujeres extranjeras permanecen en la capital iraquí desde los momentos más difíciles, cuando comenzó el embargo que asfixió al pueblo iraquí durante más de una década, y que provocó la muerte de más de un millón de niños, desde 1990, por la falta de alimentos y medicinas.
Son las Misioneras de la Caridad; su labor de reconstrucción no está orientada a las estructuras civiles, sino a los más pobres de entre los pobres, siguiendo el carisma dejado por su fundadora, la Madre Teresa de Calcuta.
En el centro de la capital, muy cerca de uno de los expalacios presidenciales de Sadam Hussein, la Casa de la Caridad, edificada en 1990 con el beneplácito del entonces presidente iraquí, alberga a 24 niños con discapacidad física y/o mental. Ninguno de ellos puede caminar, comer o acostarse por sí mismo —uno de los últimos en llegar ha sido un bebé, de apenas siete meses, sin brazos—, por lo que requieren la ayuda continua de las hermanas. Los proyectiles cargados con uranio empobrecido, que cayeron sobre el país en la primera guerra del Golfo, han dejado graves secuelas entre los niños nacidos con posterioridad, lo que provocó que muchos de ellos fueran abandonados. Huérfanos, los llaman ellas. «Los niños nos necesitan; debemos cuidar de ellos», dice sor Densy, la superiora de la Casa.
De las cuatro hermanas, tres provienen de la India, y la cuarta, de Bangladés; todas ellas llegaron desde la Casa que las misioneras de la caridad tienen en Ammán. Su vida en Bagdad es un continuo milagro: «Vivimos de la ayuda de Dios y de los hombres —explica sor Nancy, otra de las Hermanas, al diario Avvenire, en los días de los bombardeos sobre la capital—; los iraquíes son generosos. Hay días en que nos llega tanta comida que nos da para repartirla entre los pobres del barrio y entre todos los que vienen a buscar refugio por las noches». Inician su jornada muy temprano, celebrando la Eucaristía, en la Nunciatura Apostólica en Bagdad, muy cercana a donde ellas viven, para después desgranar el día entre la oración y la atención a los niños y a cuantos llaman a su puerta pidiendo comida o ropa.
Las noches son ahora más tranquilas, pues los bombardeos sobre la capital ya han quedado atrás. Las Misioneras de la Caridad rehusaron la posibilidad de abandonar el país en los días previos a la ofensiva sobre Bagdad, cuando el Ministerio de Asuntos Exteriores de India organizó la evacuación de todos los ciudadanos hindúes, así como también rechazaron la oferta del Gobierno iraquí para refugiarse en un refugio antiaéreo. No quisieron abandonar a los niños acogidos en la Casa de la Caridad. «Los niños —dicen, recordando las tremendas explosiones que asolaron buena parte de la ciudad— lloraban y se agarraban a nosotras cuando sentían las explosiones, por lo que, para consolarlos, intentábamos mantener, como podíamos, la sonrisa en los labios. Cuando caían las bombas, nosotras nos poníamos a rezar con ellos. El Señor nos protege».
En ningún momento pensaron abandonar la Casa en busca de un lugar seguro, ni siquiera con la idea de que, conservando la vida, serían de mayor ayuda. Como afirmó entonces en un comunicado sor Nirmala, la sucesora de la Madre Teresa al frente de la Congregación, «como misioneras que han dedicado su vida a Dios al servicio de los más pobres entre los pobres, nuestras cuatro hermanas han decidido libremente permanecer con los niños huérfanos». No es la primera vez que las misioneras de la caridad trabajan arriesgando la vida en primera línea: de las 710 Casas fundadas en 132 países del mundo, muchas de ellas se han abierto en países en guerra o en conflicto permanente, como Sri Lanka, Ruanda, Burundi, Uganda, Colombia e Israel. En todas ellas, las misioneras de la caridad siempre han permanecido junto a los más pobres; y es que, como afirmaba un diplomático hindú, testigo de las atenciones y ternura con que prodigan a los niños acogidos por ellas, «estos niños son todo lo que tienen».