Se llama David Fernández, y seguramente ya lo conocen. Es ese pictoplasma de la Cabalgata –uno de los muchos monstruitos que tuvieron que tragarse los madrileños– que intentó arruinar, no ya la llegada de los Reyes, sino la ilusión de los muchos pequeños que estaban viéndola por televisión. «Aborrecemos a los Reyes Magos y lo que representan, nunca pondríamos nuestras herramientas al servicio de un evento casposo como este…», decía días antes de salir disfrazado de no sabemos qué para hacer sí sabemos qué: vomitar en alta voz toda su falta de ilusión y la muchísima mala idea que hay que tener para intentar convencer a un niño de que los Reyes Magos no existen.
Existen. Viven en Oriente. Y en el corazón de cada uno de los pequeños que preparan con ilusión su carta; en cada paje que hace piruetas con el presupuesto para traer de Oriente toneladas de sonrisas; en los hospitales que se llenan de emisarios de Sus Majestades para llevar alegría a los niños que no han podido esquivar el sufrimiento ni en estos días tan mágicos.
«No sé por qué este reportero justo me tuvo que preguntar a mí, entre los cientos de muñecos, personajes e historias que había, una pregunta tan absurda», decía, manteniendo su fina ironía, el tal Fernández. Y yo no sé, pictoplasma, por qué de entre todos los actores de verdad que hay en Madrid, el Ayuntamiento tuvo que contratar a alguien como tú. O quizá sí lo sé: cierto empeño en acabar con todo lo que suene a tradición.
Lo que tengo seguro, pictoplasma, es que alguien que aborrece a los Reyes Magos debe aborrecer, por extensión, todo lo bueno de la vida. Por eso, Dios nos libre de los pictoplasmas y de todos aquellos que, como tú, no respetan ni la inocencia de un niño. Ni para salir en cabalgatas, ni para ir a por el pan. Contigo no, pictoplasma.