Confianza, no resignación - Alfa y Omega

Confianza, no resignación

Alfa y Omega

«El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas añadimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos económicos, pero expuestos a la desesperación del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada, o en la enfermedad, a la marginación, o a la discriminación social… ¿Podemos quedarnos al margen frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños?»: así decía Juan Pablo II, en su Carta apostólica al comienzo del nuevo milenio, firmada precisamente el 6 de enero de 2001, solemnidad de la Epifanía del Señor, Quien muestra su infinita grandeza, al mismo tiempo que la nuestra, haciéndose, justamente, niño. ¿Acaso no nos dijo: «Si no os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»? No dejar que los niños sean niños, impedirles que la verdad de su ser niños crezca hasta la madurez del Maestro, que a todos nos dice: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón», acaba destruyendo toda humanidad verdadera en el reino de la tierra. Más a la vista no puede estar.

¡Qué bien se lo dijo Benedicto XVI a la niña vietnamita, en el reciente Encuentro Mundial de las Familias, en Milán, al pedirle que le contase algo de su familia y de cuando era pequeño como ella! «Incluso las cosas pequeñas —explicaba el Papa— eran fuente de alegría, porque era así como se expresaba el corazón del otro. Y así crecimos en la certeza de que es un bien ser hombres, porque veíamos que la bondad de Dios se reflejaba en nuestros padres y hermanos. Y, a decir verdad, cuando intento imaginar un poco cómo puede ser el Paraíso, siempre pienso en el tiempo de mi infancia y de mi juventud. De hecho, en ese contexto de confianza, de alegría y de amor éramos felices, y creo que en el Paraíso debe ser parecido a lo que viví en mi juventud. En este sentido, espero ir a casa, cuando vaya al otro lado del mundo».

La semana pasada, se reunía en Lisboa el tercer Foro Europeo Católico-Ortodoxo, y los obispos europeos, que calificaban de crisis gravísima la que «hoy está atravesando Europa», dicen claramente, en su Mensaje, que «no es sólo una crisis económica. Se trata, en cambio, de una crisis no sólo moral y cultural, sino más profundamente antropológica y espiritual». Hace falta, por ello, «un nuevo estilo de vida», ése que nos muestra el mismo Hijo de Dios que se hace Niño, pues «el misterio del hombre —en expresión del Concilio Vaticano II, que no dejó de difundir Juan Pablo II, ya desde su primera encíclica, Redemptor hominis— sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado». No otra cosa que seguir a este Niño, en definitiva, es lo que pedían los obispos de Europa, desde Lisboa, la pasada semana, al proponer este nuevo estilo de vida, que evoca sin duda las palabras de Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris missio, de 1990: «El desarrollo de un pueblo no deriva primariamente ni del dinero, ni de las ayudas materiales, ni de las estructuras técnicas, sino más bien de la formación de las conciencias, de la madurez de la mentalidad y de las costumbres. Es el hombre el protagonista del desarrollo, no el dinero ni la técnica». Y sólo cuando es en verdad él mismo, ¡este Niño!, «el hombre europeo -como aseguran los obispos de Europa al concluir su Mensaje de Lisboa- tendrá la alegría de reavivar las raíces cristianas y cultivar la dimensión espiritual de su ser, la única capaz de colmar su búsqueda de felicidad y de sentido».

La actual crisis gravísima que detectan los obispos europeos, justamente porque en Jesucristo se ha desvelado el misterio del hombre, no les lleva al pesimismo, ni al falso optimismo de contar con las propias fuerza para superar la dificultad. «La crisis —dicen— puede ser la ocasión de una toma de conciencia saludable». Y exactamente esto es lo que Benedicto XVI afirma en su última encíclica, Caritas in veritate, al señalar que «la crisis nos obliga a revisar nuestro camino», y así «la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo: afrontando las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada».

He aquí la luz que proyecta sobre la vida la novedad cristiana: las crisis, las dificultades, no es que no deben hundirnos en la depresión, ni deben ser afrontadas como obstáculos a superar —¿cómo podría hacerlo un niño?— Quien ha conocido a Cristo sabe bien que no se trata de obstáculos que superar —¿acaso lo fue para Él la Cruz?—, sino que son oportunidades para vivir. No hay resignación, ciertamente. Hay lo que define exactamente al niño: confianza. Porque no está solo. ¡Es familia! Sin ella, como acaba de decir el cardenal Rouco, en el Encuentro Mundial de las Familias, en Milán, «no hay solución para la crisis».