Para cuando leáis este artículo ya tendremos un nuevo presidente en EE. UU. Uno nuevo, o habrán reelegido al que teníamos. O todavía nos estaremos peleando por el conteo de votos y discutiendo acerca de la validez del voto por correo.
Ni os imagináis cuántas veces escuché en mis primeros años de sacerdocio que no debía meterme en política. Que desde el púlpito solo se predicaba el Evangelio. Que no te podías meter en temas sociales, porque eso era ser revolucionario, o sea, malo. Como si los discípulos de Jesús debiéramos ser indiferentes al dolor ajeno y mirar para otro lado cuando los derechos de los pobres son pisoteados. El problema es que la vida te va enseñando que callarse en ciertas circunstancias es pecado. Pero te enseña también que hablar tiene un precio muy alto que pagar, y duele. Siembran el miedo en tu corazón intentando anestesiarlo y acobardarlo con amenazas. También lo hicieron con san Óscar Romero. Fue calumniado y amenazado de muerte, pero el arzobispo no se amedrentó y en sus Misas dominicales seguía dando fe y esperanza a todas las personas que luchaban por la justicia y la liberación de su pueblo. Les decía: «No abandonaré a mi pueblo, sino que correré con él todos los riesgos». Vaya si los corrió: fue ajusticiado el 24 de marzo de 1980, mientras celebraba la Eucaristía.
En su carta a los sacerdotes, nuestro obispo Mark Seitz nos recordaba que es dolorosamente irónico que una de las partes políticas afirme estar con las familias indocumentadas y los niños no acompañados, pero no con los no nacidos, y la otra parte con los no nacidos, pero no con los indocumentados. Por ello, reconoció que comparte «el dolor, la frustración y la confusión que enfrentan los votantes católicos este año por lo que parece una elección imposible». Pero, sin importar cómo votemos, subrayaba, «Dios nos juzgará por la autenticidad de nuestro compromiso de continuar apoyando a todos los que se ven obligados a marginarse en nuestra sociedad, incluso después del día de las elecciones». Y animaba a los católicos a ir a las urnas para «expresar esta solidaridad y nuestro compromiso con un mundo más justo».
Veo con mis compañeros cómo Julio Urías, mexicano de Culiacán, lanzador de Los Ángeles Dodgers, cerró el juego de la victoria de la serie mundial ante Tampa Bay concediéndole a su equipo el campeonato que se les resistía desde 1988. ¡Qué bueno que parece haber latinos que no son criminales!