Comienza la misión de la Iglesia - Alfa y Omega

Comienza la misión de la Iglesia

Solemnidad de la ascensión / Juan 14, 15-21

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Ascensión. Foto: Rafa Sanahuja.

Evangelio: Juan 14, 15-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros.

No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».

Comentario

En este domingo VII de Pascua celebramos la festividad de la Ascensión o glorificación del Señor al seno del Padre: la subida gloriosa al Padre con el cuerpo glorificado. Es la vuelta de Jesús al Padre constituido sumo sacerdote, intercesor, con todo el poder para llevar a cabo el camino de la evangelización. Es una gran fiesta que se presenta como el tránsito, la preparación de la gran fiesta de la Iglesia que celebraremos el domingo siguiente, es decir, Pentecostés.

En este domingo proclamamos el final del Evangelio de Mateo. La enseñanza es clara: hay que volver a empezar donde todo comenzó, en Galilea. Allí se reunieron los once, en el monte. Se postraron ante Él, sabiendo lo que hacían. Tanto es así que no pocos se resistían a adorarlo. Estamos asistiendo al gran salto producido por la Resurrección del Señor, con todo lo que implica. Es un salto enorme hacia una misión universal. Ese es el salto permanente que tenemos que estar dando los cristianos y, hasta que no terminemos de darlo, probablemente el Padre no esté dispuesto a traer el Reino.

No se trata solo de llegar a todos los confines de la tierra, sino a los confines de lo humano. Hay que evangelizar la historia entera, las culturas, las dimensiones humanas, la inteligencia abriéndola a la fe, el afecto abriéndolo a la caridad divina, el arte desde la belleza de Dios, la convivencia abierta a todos. Hay que evangelizar a la persona en extensión, en intensidad, en geografía, en tiempo, en cultura, en todas sus dimensiones. Esto es un gran salto, una explosión enorme, que será confirmada y publicada por Pentecostés el próximo domingo.

De este modo, Jesús les dice: «Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra». El Padre ha delegado en Él la salvación de la humanidad, porque ya está salvada, pero hay que conducir ese proceso hasta el final. Por tanto, se le ha dado pleno poder para salvar al mundo. En la cruz esa salvación ya está completa radicalmente, pero tiene que llegar a todos. Jesús la conducirá, al lado del Padre, como sacerdote eterno, hablando con el Padre de tantas y tantas preocupaciones acerca de la humanidad.

Así, Jesús los envía a hacer discípulos, «bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Es la invocación al misterio de Dios Trinidad al final del Evangelio de Mateo. Es la única vez en el Nuevo Testamento que se menciona el bautismo como una inmersión en el nombre de la Trinidad de Dios. En el Evangelio de Mateo Jesús revela al Padre hablando muchas veces de Él y revela el Espíritu prometiéndolo a los discípulos (cf. Mt 10, 20). La comunidad de discípulos tiene sus raíces en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, es una Iglesia que nace de la vida de Dios, nace de la caridad de Dios.

Finalmente, Jesús promete que estará con sus discípulos, con todos nosotros, hasta el fin de los tiempos. Cuando Moisés fue enviado a liberar a su pueblo de Egipto, recibió una certeza: «Yo estaré contigo» (Ex 3, 12). Esta certeza fue dada a los profetas y a otras personas enviadas por Dios para llevar a cabo una misión importante (cf. Jer 1, 8; Jc 6, 16). También María recibió la misma certeza cuando el ángel le dijo: «El Señor está contigo» (Lc 1, 28). Jesús es la expresión viva de esta certeza. Él nos promete que estará con nosotros (cf. Is 7, 14; Mt 1, 23), sin abandonarnos.

Jesús no se ha ausentado de la historia. Ha subido, pero no se ha ido. Está presente. Es el compañero de camino, como en Emaús. Y acompañará a la Iglesia intentando siempre abrirla más y más, haciéndola salir a la misión. Estará con nosotros abriendo, empujando, apoyando, dándonos el Espíritu para que la misión sea realmente eclesial, cristiana, eficaz.

También hoy resuenan con mucha fuerza en nuestra Iglesia aquellas palabras de los Hechos de los Apóstoles que escuchamos en la primera lectura de este domingo: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» (Hch 1, 11). Dejemos de mirar al cielo y cumplamos nuestra misión. Abandonemos las nostalgias, los espiritualismos vacíos. Recibamos la Palabra, recemos de verdad, comulguemos con el Señor, ejerzamos la caridad y llevemos a cabo nuestra misión. Es hora de romper las raíces y empezar a caminar, porque comienza la misión de la Iglesia.