Cataluña: deliberación frente a violencia
La algarada separatista catalana será reprimida por el Estado, pero los problemas relativos a la configuración nacional seguirán ahí y exigirán solución. ¿Será capaz nuestra clase política de actuar con racionalidad y altura de miras?
George Orwell fue cronista de nuestra guerra civil y estuvo en tierras catalanas, lo que luego le permitió escribir tanto sobre el nacionalismo como sobre Cataluña. Definía el nacionalismo como la suma de hambre de poder y autoengaño. La ideología lleva a la invención de una realidad nacional, dotada de una historia convenientemente manipulada. No es casualidad que esa fantasía surja en el contexto cultural del movimiento romántico del siglo XIX. La voluntad y el sentimiento se imponen sobre la razón. Así, la autodeterminación nacional no será más que la expresión colectiva del primado de la voluntad. La realidad deja de ser el fundamento de la verdad y del bien (para los griegos y cristianos, portarse éticamente consistía en hacer justicia a la realidad): el ego toma el mando y se emancipa de la tradición, de las certezas del pasado, de la realidad y de Dios. El yo autónomo se hincha hasta convertirse en mera voluntad de poder. Para Nietzsche, la felicidad del moderno se expresa en la sencilla fórmula: «Yo quiero». Hegel y sus seguidores verán en el Estado la encarnación del Absoluto (sus versiones totalitarias, divinidades implacables, sacrificarán en el siglo XX docenas de millones de víctimas en el altar de la utopía).
Patriotismo frente a nacionalismo
El credo católico no dice nada sobre la organización del Estado. El patriotismo es una virtud, parte de la piedad, que nos lleva a amar y honrar a aquellos de quienes procedemos y dependemos: los padres, la patria, los antepasados, la tradición cultural, Dios. A la vez, las naciones son construcciones históricas, de índole contingente. En mis clases de Sociología suelo proponer a los alumnos el ejercicio mental de recorrer a grandes trazos nuestra historia (por cierto, muy pocos son capaces de hacerlo: el desconocimiento general de la historia española constituye un síntoma del problema más radical, del que la cuestión catalana sería una manifestación entre otras. ¿Cómo se puede amar lo que no se conoce?). Limitándonos a la era cristiana encontramos una provincia romana, un reino visigodo, un califato musulmán, un reino regido sucesivamente por Habsburgos y Borbones. La última etapa de este reino se articula como Estado autonómico, y en ninguna ley cósmica está escrito que deba durar para siempre.
El patriota ama a su país y está dispuesto incluso a dar su vida por él, pero a la vez entiende que su patria no es única. Hay muchas otras patrias, cada una con sus propios patriotas. Y esa diversidad manifiesta una riqueza que a todos beneficia. Ahí radica uno de los atractivos del viaje, en ampliar el propio horizonte mediante el conocimiento de otras formas de vida. Unamuno pudo decir con fundamento que el nacionalismo se curaba leyendo y viajando.
Absolutizar y erigir a la patria en valor supremo es idolatría; el nacionalismo, que se constituye sobre la dicotomía nosotros / ellos tiende con frecuencia a ser excluyente y, por eso, moralmente discutible. Un político que aspire a actuar con talante cristiano y humano respetará a los que no piensen como él, pues todos gozamos de igual dignidad. Defenderá su posición con los medios legítimos a su alcance y aceptará que otros actúen de modo distinto. La ventaja de la democracia es que permite resolver las diferencias de manera pacífica, sin que corra la sangre.
El imperio de la ley
El Estado de Derecho –imperio de la ley, elección democrática y separación de poderes– ha demostrado su eficacia para organizar de modo pacífico la convivencia de sociedades pluralistas, donde la diversidad se considera una riqueza, una expresión de libertad a la que no estamos dispuestos a renunciar. Como decía Federico II de Prusia, rey ilustrado por antonomasia, «cada uno debe vivir y ser feliz a su manera». Pero ese régimen solo es viable si se observan los procedimientos, lo que presupone una cultura basada en el respeto a la dignidad del otro. Al final, esa estima por la dignidad que merece todo ser humano tiene un anclaje metafísico y religioso: el hombre es algo absoluto en la medida en que es imagen del Absoluto. La revelación cristiana nos dice que no nos quedamos en la pura imagen: hemos sido hechos hijos de Dios por adopción.
Sustituir el debate por la violencia callejera acecha como una tentación permanente. La deliberación democrática parece con frecuencia enojosa, incluso inútil. Habría llegado la hora de terminar con la mera palabrería y pasar a la acción directa, única manera de arreglar los problemas. Pero la experiencia nos indica que la violencia es siempre la peor opción. La algarada separatista catalana será reprimida por el Estado, pero los problemas relativos a la configuración nacional seguirán ahí y exigirán solución. ¿Será capaz nuestra clase política de actuar con racionalidad y altura de miras?