La construcción de entornos protectores no puede limitarse a intentar prevenir alguna de las manifestaciones de la violencia recogidas en el Código Penal. La conceptualización de la violencia resulta fundamental, ya que condiciona la definición de riesgos, su identificación y la forma de responder. Desde nuestro modelo de Sistema de Protección Interno definimos la violencia desde un enfoque integrador como una conducta (física, verbal o no verbal) y/o una actitud; que se hace (acción) o que se deja de hacer (omisión); que provoca daño a uno mismo o a los demás a nivel físico, emocional, cognitivo, social/relacional (exclusión, pobreza, marginación, discriminación…), y que atenta contra derechos básicos de la persona (protección, desarrollo, libertad, bienestar, salud, educación, información…) y su dignidad. Crecer y relacionarse en ecosistemas libres de violencia es una necesidad inherente al ser humano, no un privilegio. Y la Iglesia católica no es ajena a todo ello.
Definimos los entornos protectores como un ecosistema (social, natural, virtual) en el que nos tratamos bien y cuidamos los unos de los otros en un contexto libre de violencia, con los siguientes descriptores: un espacio consciente de los riesgos reales y potenciales, sobre los que se interviene de manera efectiva para facilitar que las personas pueden participar, desarrollarse y crecer, vivir y convivir en contextos libres de violencia. Un espacio construido desde el enfoque de derechos y basado en dar respuesta a las necesidades reales de las personas que participan en él; donde todos los implicados son conscientes de su labor y compromiso con la protección real y el cuidado mutuo; en el que se garantizan los derechos de todas las personas y se previene de forma eficaz ante cualquier situación real o potencial que pueda suponer un riesgo para la integridad física, psicológica, emocional o social de las personas; es un entorno que evalúa y actualiza el análisis de los riesgos internos y externos y diseña medidas de prevención, erradicación, neutralización y/o reducción de los mismos; un espacio que potencia la dignidad de las personas y empoderándolas a través del buen trato, y que asume el rol de dinamizador de estrategias de prevención basadas en la comunidad, más allá de los límites de actuación de la entidad, implicando a todo el contexto externo.
Estos sistemas están formados por un conjunto de elementos que interactúan entre sí, con otras instancias de la organización y del entorno social. Son realidades complejas y dinámicas, que deben adaptarse a su realidad, en los que podemos identificar algunos elementos clave que incrementan las probabilidades de que nuestras entidades sean entornos protectores, fuente de buen trato y garantía de cuidado recíproco. En esta ocasión nos vamos a centrar solo en cinco de ellos, los que entendemos como más nucleares.
–Comprender la entidad como un espacio de interacción entre las personas, los procesos y las estructuras y que todas estas dimensiones pueden ser fuente de riesgo, resultando fundamental la elaboración de un mapa de riesgos en el que se tenga en cuenta que proceden de lo que se hace, de lo que se deja de hacer y de lo que no se sabe hacer (negligencia), siendo el más relevante pensar que «esto no puede suceder aquí».
–La entidad está claramente comprometida con la erradicación de cualquier modalidad de violencia contra las personas y con la promoción del buen trato y el cuidado mutuo. Este compromiso es público, al cual deben adherirse todas las personas vinculadas a la organización –personal contratado, voluntario, en prácticas y colaboradores– reconociendo así que la violencia es una realidad que no es ajena a la entidad.
–No es posible garantizar entornos completamente seguros, en los que las personas no sufran procesos de victimización de cualquier tipo; además, los riesgos también evolucionan y lo que hoy no se contempla como tal, mañana puede serlo y viceversa. Tampoco existen sistemas de protección perfectos. La única alternativa es empezar a andar, la monitorización y evaluación de las medias implementadas con vistas a la aplicación de la mejora continua.
–Existencia de un código de conducta construido de forma participativa, dirigido a todo el conjunto de personas vinculadas a la entidad, incluyendo a los destinatarios de las actividades de la organización, donde se concrete qué es lo que la entidad espera de las personas tanto desde el punto de vista de la protección (qué es lo que debe evitarse) como del buen trato (lo que sí debe hacerse) y se concrete la disponibilidad de un protocolo de actuación ante un posible caso.
–Entender que esta problemática es suficientemente compleja y requiere asesoramiento y la creación de espacios de consulta e intercambio de recursos, estrategias y propuestas. En esta línea, la Universidad Pontificia Comillas está desarrollando el Servicio de Asesoramiento y Formación a Entidades de la Iglesia católica (SAFE), definido como un espacio multidisciplinar que cuenta con la participación de expertos en distintas disciplinas vinculados a la universidad, orientado a asesorar preferentemente a las entidades vinculadas a la Iglesia católica que trabajan con personas menores de edad, basado en las disposiciones de la Santa Sede y del Comité de los Derechos del Niño, con vocación de servicio a la Iglesia en su conjunto y que incluye entre sus objetivos el desarrollo de recursos y materiales para su aplicación el diseño de entornos protectores.
Tomás Aller Floreancig,
del Instituto de Innovación, Desarrollo e Impacto Social (iidis), ha participado en la jornada sobre Entornos seguros para menores y personas vulnerables organizada por CONFER el 10 de enero