Chaire Gynai, el proyecto que acoge a mujeres y niños que huyen de la guerra
Nació en junio de 2018 y fue una petición expresa del Papa Francisco
Ella pone rostro a la violencia que todo lo impregna en la República Democrática del Congo. «Vinieron a por mí. A matarme, por eso tuve que escapar», resume con un hilo de voz, justificando su huida. Lo logró gracias a un vecino lo suficientemente valiente como para dar la voz de alarma, y al cardenal Laurent Monsengwo Pasinya, arzobispo emérito de Kinshasa, que viajó a Italia en persona para ventilar el papeleo burocrático necesario y conseguirle el visado de refugiada política. Han pasado dos años y ocho meses, pero a esta mujer de 50 años –que prefiere no dar su nombre por temor a las represalias– todavía le duele. «Hay una guerra de facto contra la Iglesia para ejecutar sacerdotes, monjas… Recibí amenazas de muerte directas y una noche mandaron a los militares a mi casa para secuestrarme», detalla.
Su único delito fue trabajar para la Conferencia Episcopal. «La Iglesia ha denunciado los abusos del Gobierno y ha marchado por las calles reclamando paz y libertad. De ahí las persecuciones», refiere. Desde que el Comité Laico de Coordinación (CLC) comenzó con las manifestaciones pacíficas en las calles en 2017, la Iglesia lo ha pagado con sangre. «Hubo elecciones a finales de 2019, pero nada ha cambiado. Siguen sesgando la vida de inocentes y no puedo volver por el momento», lamenta. Su propio hermano engordó hace pocos meses la lista de ajusticiados a sangre fría. «Le asesinaron en su propia casa y luego quemaron todo. Mi familia vive con el miedo en el cuerpo a todas horas».
La congoleña habla desde la seguridad de un refugio para mujeres y niños en Roma, el proyecto Chaire Gynai, gestionado por las misioneras scalabrinianas, que da segundas oportunidades a las que lo han perdido todo: «Aquí he encontrado por fin la paz. Ahora puedo dormir del tirón, sin pesadillas. Todo este tiempo he sufrido mareos, jaqueas, presión alta y ataques de pánico. Pero ahora estoy mejor». Tanto que ha completado un curso de operadora sociosanitaria y está realizando prácticas en un hospital ambulatorio cerca del Vaticano. «Me ayudaron con la terapia psiquiátrica para superar la depresión. Me han pagado la formación, el uniforme… aquí me lo han dado todo», explica al hablar de Chaire Gynai, que en griego significa Bienvenidas mujeres. Este proyecto nació de una petición expresa del Papa a través de la Sección de Migrantes y Refugiados del Dicasterio para el Desarrollo Humano e Integral del Vaticano.
Como su propio nombre indica, acogen a madres solteras con sus niños o a mujeres que se han visto obligadas a huir de sus países. Como Maisa, una musulmana que por suerte dejó atrás la destrucción de la guerra en Siria. «Vivíamos en Damasco. Pero bombardearon mi casa. Ahora solo hay escombros. No hay vida. No hay luz, ni agua, ni gas y mucho menos trabajo…», describe. Se siente afortunada porque toda su familia está viva, aunque dispersa por el mundo. Llegó a Italia a través de los corredores humanitarios, una vía legal y segura promovida por la Comunidad de Sant’Egidio tras pasar unos meses en uno de los campos de refugiados del Líbano. «Mi marido y mi primogénito están en Brasil; yo vivo aquí con mi hija y mi hijo pequeño. Estoy feliz porque ella acaba de encontrar trabajo y él está estudiando en el colegio», agrega. Una de sus especialidades es la cocina. De hecho, deleita a sus compañeras con delicias gastronómicas de su país. Cada una aporta lo que puede para formar una pequeña familia lejos de la suya.
Los muros del racismo
Charo es la coordinadora del proyecto. La encontramos barriendo las hojas que ha esparcido el otoño. Esta monja española, oblata del Santísimo Redentor, lleva cuatro décadas sacando de la calle a mujeres obligadas a vender su cuerpo. «Empecé con poco menos de 30 años. En aquella época fuimos pioneras en ir por la noche a su encuentro. Estaban llenas de moratones, pero seguían diciendo que eran ellas las que libremente querían prostituirse». «No era fácil sacudirles el miedo y ganarnos su confianza», recuerda. Su experiencia es un bálsamo para las mujeres víctimas de la trata que pasan por este centro. «Al principio se encogen en un ovillo. Lo difícil es hacerles recobrar la confianza en sí mismas y las ganas de vivir», asegura. De media, las mujeres suelen quedarse en esta casa de seis meses a un año, si bien la pandemia ha extendido los plazos. «Cada caso es distinto. Un equipo interdisciplinar ayuda a evaluar cada situación para calibrar lo que necesita cada mujer para tener una estabilidad, afrontar el pago de un alquiler, e integrarse en la sociedad», explica con detalle la hermana Eleia, que vino desde Brasil expresamente para participar en este proyecto. «Nosotras vemos en toda mujer que acogemos a Jesús. Es una oportunidad para confirmar nuestro carisma, que nació hace 125 años para acompañar a los inmigrantes italianos en América y mantener viva su fe», resume Eleia, a quien le brillan sus profundos ojos azules cuando recuerda que celebra 25 años como misionera.
Desde que echó a andar esta iniciativa en junio de 2018 más de 50 mujeres han conquistado de nuevo su dignidad e independencia. «En nuestro centro de semiautonomía trabajamos en red con otras instituciones religiosas que satisfacen sus necesidades básicas cuando acaban de llegar: las primeras palabras en italiano, un lugar donde vivir y un pequeño trabajo. Nosotras somos un paso intermedio en la integración para que recuperen su total autonomía», explica la brasileña. El empoderamiento de estas mujeres es un camino hecho de esperanza y de piedras. Muchas han trabajado solo en el campo y es difícil su integración en el mercado laboral. «Algunas no sabían escribir en su lengua materna y aprendieron directamente en italiano», observa. Pero los muros más altos los sigue poniendo el racismo. «Van a trabajar como cuidadoras y les dicen: “Prefiero una que no sea negra”. Van a alquilar una casa y piden que no sea una madre soltera».