Bienaventurados los melancólicos - Alfa y Omega

Bienaventurados los melancólicos

Carlos Pérez Laporta

Mi carácter melancólico había sido siempre para mí una maldición. Nada lograba colmar mi espíritu, mientras que el mundo a mi alrededor danzaba de felicidad en felicidad. Fue Ramón Eder quien arrojó una primera luz sobre esa opacidad interior: «Los hijos de las madres muy hermosas son siempre melancólicos». Crecí herido por la belleza materna, vestigio de un paraíso perdido al que yo pertenecí sin haberlo pisado nunca. Cautivo de aquella tierra prometida por su rostro, ni tan siquiera las alegrías más altas de este mundo lograron diluir mi exilio.

Pero la maldición no terminó de volverse bendición hasta que comprendí que era hijo también de otra bella madre, que es la Iglesia. Nos lo ha querido desvelar Antonio Ríos en su último libro, La melancolía del cristianismo (Homo Legens, 2020), donde ha tratado de mostrar cómo «a través del cristianismo la melancolía se manifiesta bajo una nueva luz, una luz sanadora y esperanzadora».

Hoy las alegrías y las tristezas se niegan a convivir: deseamos júbilos desmemoriados para sortear por unos instantes el martilleo de las penas, las cuales pasan a ser puras desdichas. Frente a esta alternancia bipolar, la melancolía «camina por en medio». La melancólica es la posición verdaderamente humana, porque ha asumido la totalidad de la existencia: alegrías y tristezas asumen su parcialidad para cohabitar la vida; la felicidad se hace cargo de las penas y la amargura se niega a desesperar, porque «la esperanza es el movimiento más natural del hombre».

Pero esta humanidad melancólica corre el riesgo de paralizarse, de caer en el cinismo, por no encontrar camino alguno que le lleve al mundo grabado en su corazón. Por eso, después de esbozar un breve recorrido por la historia, ofrece la hipótesis de la correspondencia entre melancolía y cristianismo. Este, aunque no siempre de manera pretendida y consciente, «ofrece un fin, un motivo y una meta para la melancolía». Es la senda que, «al reconocer que en esta vida no puede haber plenitud, confiere existencia al ansia de plenitud misma, y nos hace ver que estamos llamados a un ensanchamiento y una sanación de nuestro ser que comienza ya en este mundo, pero que apunta a otro venidero. Esa dialéctica del sí pero no, del no pero sí, confiere al cristianismo profundidad y realismo, y le provee de un contorno inconfundiblemente melancólico».

La pintura cristiana muestra en sus miradas «la asunción de la vida y de la muerte con una resignada fortaleza que parece decir: “Mi reino no es de este mundo”». La virtud de la castidad se revela como amor a la soledad –¡tanto del célibe como del casado!– capaz de asumir la insatisfacción afectiva como promesa de un amor más allá de la muerte. La Misa abre precisamente el camino hacia esa meta «al hacer al fiel partícipe de una visión salvífica y trascendente del hombre y del mundo». El canto gregoriano, con su musicalidad silente, transita de lo mundano a lo eterno: música nacida del silencio, que es el portal del «ámbito sacral de la existencia». El místico cristiano se compadece del fracaso propio y ajeno, y el santo se desgasta en este mundo para construir el otro.

En fin, todo en el cristianismo está transido por la melancolía de su reserva escatológica: ya, pero todavía no, alegría no plena y tristeza esperanzada. Por eso, quizá, dijo Orígenes que los cristianos debíamos desterrar la palabra felicidad para hacer uso de la bienaventuranza. En nuestra época la felicidad se angustia por el escándalo del dolor. No ocurre así con la bienaventuranza cristiana, la buenaventura, capaz de mirar el dolor cara a cara, sin desesperar, porque se sabe inmiscuido en un porvenir que trasciende, asendereándolo, el futuro fatal de este mundo.

La melancolía del cristianismo
Autor:

Antonio Ríos

Editorial:

Homo Legens

Año de publicación:

2020

Páginas:

300

Precio:

19,50 €