Bien y verdad, inseparables
Éste es el fragmento de una entrevista que concedió el cardenal Ratzinger a Jaime Antúnez, director de Humanitas, revista de la Universidad Católica de Chile, publicada en 2001, en el libro Crónica de las ideas. En busca del rumbo perdido (Ediciones Encuentro)
El Catecismo de la Iglesia católica, presentado por Vuestra Eminencia a fines el año 1992, fue universalmente un éxito de librerías, encabezando en gran número de países las listas de ventas. A su juicio, ¿tiene esto alguna relación con la caída de las ideologías?
Seguramente existe una relación, porque el interrogante de dónde apoyarnos en el constante cambio de los tiempos se ha vuelto más apremiante aún por la caída de las ideologías. Después de todas las críticas que han escuchado antes, quieren saber qué es lo que este libro realmente dice. Otros buscan información y quieren conocer las enseñanzas de la Iglesia católica que, ahora como siempre, representa una gran fuerza espiritual en la Humanidad. Muchos creyentes que, después de los agitados años que siguieron al Concilio y en presencia de los desconcertantes antagonismos entre los teólogos, ya no saben muy bien a qué deben atenerse en la Iglesia, esperaban que este libro les aclare sus dudas y, en efecto, en esto radica una de sus funciones esenciales: en los últimos tres decenios, las opiniones y comentarios dentro de la Iglesia han sido múltiples, y tan contradictorios, que produjeron una profunda confusión e incertidumbre en muchas personas. ¿Es que ahora la Iglesia ha cambiado súbitamente sus antiguas enseñanzas? ¿Es que todo cuanto siempre tenía validez, de pronto la ha perdido? ¿Todavía tiene la Iglesia una doctrina común? El Catecismo nos dice que sí, tiene una doctrina común, porque la Palabra de Dios es inagotable; cuando se acaben el cielo y la tierra, las palabras de Jesús no perecerán, como bien nos dice el Salmo 102: «Desde antiguo fundaste tú la tierra, y los cielos son la obra de tus manos; ellos perecen, mas tú quedas; todos ellos como la ropa se desgastan, como un vestido los mudas tú, y se mudan. Pero tú siempre el mismo…». Como un vestido los mudas tú: el cambio de la Historia en estos decenios lo hemos vivido en forma dramática. Pero la fe viene de aquel Dios que siempre permanece el mismo, aun cuando cambien los vestidos de la Palabra, es decir, las formas históricas de expresión de la fe. A pesar de todas las dudas frente a la Iglesia católica, y a pesar de toda la crítica que se expresa contra ella, existe una expectativa: quizás pueda yo encontrar allí una palabra que me ayude…
El Papa Juan Pablo II ha insistido varias veces en la validez de esa advertencia de Pío XII: «El gran pecado del mundo contemporáneo es haber perdido la noción de pecado». Mientras tanto, parece que el sentido de la libertad, tan aguzado en el hombre contemporáneo, compele a éste a conocerlo y a probarlo todo, indiscriminadamente. Ala luz de ello, ¿qué podría comentarse de este pensamiento de Simone Weil: «Hacemos la experiencia del bien sólo cuando lo cumplimos. Cuando hacemos el mal, no lo conocemos, porque el mal aborrece la luz»?
Pienso que esta palabra de Simone Weil es fundamental. El bien y la verdad son inseparables entre sí. Es un hecho que sólo hacemos el bien cuando estamos en armonía con la lógica interna de la realidad y de nuestro propio ser. Actuamos bien, cuando el sentido de nuestra acción es congruente con el sentido de nuestro ser, es decir, cuando hallamos la verdad y la realizamos. En consecuencia, hacer el bien conduce necesariamente al conocimiento de la verdad. Quien no hace el bien, se ciega también a la verdad. A la inversa, el mal se genera a través del enfrentamiento de mi yo contra la exigencia del ser, de la realidad. Esto es, el abandono de la verdad. Es por eso que hacer el mal no conduce al conocimiento, sino a la ofuscación. Ya no puedo (ni quiero) ver lo que es malo, el sentido del bien y del mal queda embotado. Y por eso el Señor dice que el Espíritu Santo amonestará al mundo con relación al pecado. En su calidad de Espíritu de Dios, deja en claro lo que es el pecado; sólo Él, que es todo luz, puede reconocer lo que el pecado significa y conducir así a los hombres a la verdad. Hablando de esto mismo, san Pablo expresa: «El hombre espiritual (el que vive con el Espíritu Santo) entiende todo».
¿Cómo se conjugan, en esta perspectiva, las exigencias de una vida interior y espiritual, con las de una misión pública y profética?
Tengo la impresión de que hoy existe un vasto malentendido en torno a la categoría de lo profético. El profeta se entiende así como un gran acusador, que se coloca en la línea de los maestros de la suspicacia y percibe lo negativo por doquiera. Esto es tan falso como aquella opinión que prevalecía antaño y que confundía al profeta con el adivino.
El profeta es en realidad el hombre espiritual, en el sentido que san Pablo da a esta expresión; es decir, es aquel que está totalmente penetrado del Espíritu de Dios, y que por esa causa es capaz de ver rectamente y de juzgar en consecuencia. Su misión es, por lo tanto, hacer la obra del Espíritu Santo y ello significa convencer al mundo en orden al pecado, a la justicia y al juicio. Puesto que todo lo ve a la luz de Dios, posee una percepción inexorable en lo que al pecado respecta; él debe dejar al descubierto la hipocresía y la mentira ocultas en las cosas humanas, para dejar despejado el camino hacia la verdad.
Convencer al mundo del pecado es, desde luego, algo enteramente distinto a una crítica social fundada en lo puramente sociológico, o guiada por intereses de tipo político. Significa juzgar a los hombres y a las circunstancias a partir de su relación para con Dios; introducir en la comunicación el juicio de Dios como el factor decisivo y remitirlo todo a Dios. Por esta causa, el lenguaje profético es religioso en grado máximo, es lenguaje espiritual. Por eso, el lenguaje profético siempre aplica también la medida de lo positivo: la justicia, porque me voy al Padre, y el juicio de Dios. Precisamente por esta razón, el lenguaje profético es siempre portador de esperanza. Hablar proféticamente significa, en síntesis, interpretar la situación desde el punto de vista de Dios, reconocer la voluntad de Dios rectamente en una situación determinada, y proclamarla.