Benedicto XVI cumple 86 años, los ocho últimos como Papa. Un Vicario de Cristo
El 11 de febrero pasado, por sorpresa, al final de un Consistorio público ordinario, Benedicto XVI anunció su decisión de «renunciar al ministerio de obispo de Roma». Pocos días después, una religiosa carmelita del Cerro de los Ángeles comentaba este gesto profético con unas palabras que no he dejado de meditar: «¿Cómo es posible que la gente no vea en todo esto la Providencia de Dios?». El próximo día 16, Benedicto XVI cumplirá, Dios mediante, 86 años, y el día 19 se cumplirán 8 años de aquel momento en el que, desde la logia de las Bendiciones de la Basílica Vaticana, saludó así a la multitud apiñada en la plaza de San Pedro: «Después del gran Papa Juan Pablo II, los señores cardenales me han elegido a mí, un sencillo y humilde trabajador en la viña del Señor»
No fue una huida; fue un sufrido y humilde reconocimiento: su No puedo no era un No aguanto más, sino un No me siento con fuerzas para seguir ejerciendo mi ministerio como yo creo que debo ejercerlo.
Tres días antes de anunciar su renuncia, improvisando ante los seminaristas de Roma, comentó: «Desde los comienzos, Roma es un sitio de martirio»; y, en la homilía de la Misa inicial de su pontificado, dijo con meridiana claridad: «Mi verdadero programa de gobierno de la Iglesia es el de no hacer mi voluntad, no seguir mis ideas, sino ponerme, con toda la Iglesia, a la escucha de la Palabra y de la voluntad del Señor, dejarme guiar por Él, de manera que sea Él el que guíe a la Iglesia».
Juan Pablo II había conseguido despertar a la cristiandad de su modorra. Benedicto XVI buscó, en sus casi ocho años de pontificado, enderezar la columna vertebral de la Iglesia, para que pudiera ofrecer, en toda su plenitud, el esplendor de la Verdad. La viña del Señor, a la que Benedicto XVI llegaba como sencillo y humilde trabajador, era una viña con alimañas devoradoras dentro. Su renuncia, su total confianza dejando el futuro en manos de la Providencia, vino a recordarnos a todos que el Papa, todo Papa, en realidad no es otra cosa que un Vicario: de Cristo. También el Papa Francisco se ha encargado de dejar bien sentado esto, desde el principio.
Antes de retirarse a rezar, el resto de su vida, Benedicto XVI ha participado, durante los últimos 30 años, en el gobierno de la Iglesia. Llegó a decir que lo que le extrañaba en la Europa actual era que todavía quedasen creyentes… Ha contribuido como pocos al esplendor de la Verdad: con textos, con doctrina, con palabras y con obras; y todo ello, en un momento singular de la historia de la Iglesia, tras los remolinos surgidos del encuentro de la revolución postconciliar y de la crisis de civilización del 68. Ha querido y ha sabido ir a lo esencial: la dimensión interior, el reencuentro con la propia identidad de la Iglesia; podríamos hablar de un original retorno a las raíces, a los orígenes: original viene de origen. En cada ángelus, en cada audiencia y en cada homilía ha sido un lucidísimo y paciente pedagogo del Evangelio. La realidad, durísima, no le ha ahorrado ningún tipo de Cruz: ni la suciedad dentro de la Iglesia, ni la desconfianza de fuera, ni la incomprensión mediática, ni siquiera el espionaje de su propio mayordomo, que aún sigue sin comprender; pero en esa Cruz, en ese Calvario, ha estado su fuerza. Y todavía le ha quedado tiempo para escribir sus soñados libros sobre Jesús, en una especie de nuevo episodio evangélico de Jesús ante los doctores del Templo.
Sólo los torpes y los necios no han sabido apreciar tanta finura espiritual. Ha buscado, hasta agotarse, unidad, reconciliación, perdón, evitar como fuera cualquier cisma, o cosa que pudiera parecérsele. Como Papa, igual que como responsable de la Doctrina de la Fe, no ha cesado de denunciar la contraposición entre un Concilio real y un Concilio virtual, político y mediático; y, por encima de todo, no se han contentado con poner de acuerdo la Fe y la Razón, sino que ha enseñado que la Fe no es otra cosa que la luz de la Razón. De ahí su esperanza, su alegría interior, su lucidez contagiosa.
Escondido en Castel Gandolfo o, dentro de poco, en lo que fue monasterio de contemplativas en el Vaticano, Benedicto XVI –es de estricta justicia recordarlo en estas fechas– se ha hecho acreedor a la más rendida gratitud de los hijos de la Iglesia.