Tengo cuatro tipos de cristianos en mi parroquia de Argel. Los hay que están de paso —diplomáticos, inmigrantes, estudiantes del África subsahariana…— y desearían que nuestra pastoral fuera como en sus tierras. Para ellos el entorno del país es irrelevante y deberíamos actuar como si el mundo musulmán no existiera y, en cambio, sí hubiera un cristianismo que no debe inculturizarse.
Otro tipo de cristianos son aquellos que por razones personales están en conflicto interno y permanente con el entorno: conversos del islam, tradicionalistas que trabajan aquí, islamófobos de todo tipo… Y estos desearían que la Iglesia, en sus actos y discursos, los apoyara en su rechazo total y desprestigio de quien es diferente. Los hay que, en el otro extremo, viven en una simbiosis tal con el entorno que llegan a ver correspondencias dogmáticas entre el islam y el cristianismo, incluso donde no puede haberlas. Para ellos existe una concordancia casi total entre ambas tradiciones, para lo cual minimizan la especificidad del Evangelio. Pueden ser cristianos aislados, personas para las que la identidad cristiana no es central, etc. Los tengo también que, haciendo un continuo esfuerzo de análisis y discernimiento, intentan ver las huellas del Espíritu Santo en esta sociedad: esposas cristianas de argelinos, ciertos misioneros, conversos… Sin decirle a todo que sí, no están en una posición de enfrentamiento verbal ni espiritual continuo.
Pues con todos hay que avanzar hacia Jesús, entre todos construimos la Iglesia. Al concluir la fase local de la preparación al Sínodo decíamos: «Somos una Iglesia que está aprendiendo y que no camina sola: tenemos cosas que aprender unos de otros. Movidos por la interculturalidad, el ecumenismo y el diálogo interreligioso caminamos juntos apreciando las diferencias y comprendiendo los particularismos. Este caminar juntos es un camino de conversión, reforma y crecimiento personal, comunitario e institucional. Es un momento para alegrarnos». Y yo añado: ¡y para ponerlo en práctica!