Ante todo, testigo de Jesucristo
El arzobispo de Toledo y Primado de España, en la muerte de Juan Pablo II
El Papa Juan Pablo II ha rendido su vida en las manos de Dios, y acaba de llegar a la meta con la mirada puesta en el Rostro Divino, que en todo momento buscó y rastreó. Había ya peleado el buen combate de la fe, había gastado y desgastado su vida en los duros trabajos del Evangelio hasta la extenuación, había guardado y difundido solícita y fielmente la fe, todo lo había cumplido hasta permanecer unido y clavado a la cruz en los últimos días, sólo le quedaba recibir la corona merecida, que el Señor, Justo Juez, da a todos los que esperan con amor su Venida, aquella corona de gloria que no se marchita ni perece, que Dios reserva a los justos y servidores leales que le han seguido con la cruz, negándose a sí mismos y cumpliendo la voluntad y misión que Él mismo les había encomendado.
Una sola voz está aunando a todas las gentes, de cualquier nación, condición y rango, para rendir homenaje de profunda admiración, de piedad amistosa o filial, de recuerdo emocionado, de adhesión espiritual, de viva gratitud, de plegaria confiada, de aprobación universal, a la figura grande del Papa fallecido.
Su real secreto, la razón de su vida, ha sido Cristo. La vida, la obra y el mensaje de este Papa ha sido cumplimiento y encarnación viva de lo que dice san Pablo: todo lo tuvo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, por Quien sacrificó todas las cosas, y las tuvo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarse con Él, apoyado no en sí mismo, sino en la justicia de Dios, que se funda en la fe, para conocerle a Él y la fuerza de su resurrección y la participación en sus padecimientos, configurándose con su muerte para alcanzar la resurrección de los muertos. Jesucristo ha sido su gran pasión, su gran amor: «Pedro, ¿me amas, me quieres, me quieres más que éstos? –Señor, Tú lo sabes todo, sabes que te quiero». Ése ha sido el Papa Juan Pablo II: un enamorado de Jesucristo, para quien Cristo mismo ha sido su vida: todo en su vida. Por ello Cristo, en su Iglesia, le encomendó apacentar a sus ovejas, las que están y las que aún no están en su redil. Así, hemos tenido la gran dicha del inmenso regalo de Dios a su Iglesia, a su pueblo, a todos los pueblos, de un pastor conforme a su corazón.
No nos ha ofrecido una interpretación más de Jesucristo, no ha sido sólo un ideólogo ni un maestro de moral, ni un líder social, político o religioso. Ha sido, ante todo, un testigo. Se ha encontrado con Jesucristo, Hijo de Dios vivo, el Mesías que tenía que venir y al que los hombres esperan, Dios con el hombre y para el hombre; le ha seguido como únicamente se le puede seguir –cargando con la cruz, desde su infancia hasta el final, varón de dolores–; y ha mostrado con su vida, gestos y palabras, con su persona y sus mensajes qué es lo que sucede cuando uno se abre y acepta a Jesucristo, que está a la puerta de cada uno y llama. ¡Qué fuerza cobran ahora sus palabras: «Quiero dejar a todos mi testimonio: el testimonio de lo que yo considero más importante para los hombres, mis hermanos: sólo en Dios encuentran fundamento sólido los valores humanos, y sólo en Jesucristo, Dios y hombre, se vislumbra una respuesta al problema que cada persona constituye para sí misma. Él es el camino, la Verdad y la Vida para todos los hombres»!
Cuando me piden que resuma en dos palabras al Papa Juan Pablo II, doy la misma respuesta: ha sido, es incluso tras su muerte, un singular Testigo de Jesucristo, y, por ello mismo, testigo de esperanza. Por esto mismo, toda su obra ha sido cumplimiento, encarnación viva, testimonio hecho Historia, del mismo gesto de Pedro, el primer Papa, en favor del paralítico, de una Humanidad postrada y necesitada de reemprender la marcha hacia una Humanidad nueva hecha de hombres y mujeres nuevos conforme al Evangelio: «No tengo oro ni plata; pero lo que tengo, eso te doy. En nombre de Jesucristo, el Nazareno, echa a andar». Ha sido el Papa quien, como Cristo la noche en que iba a ser entregado, nos ha dicho en el penúltimo de sus libros autobiográficos: «Con la mirada fija en Cristo, sostenidos por la esperanza que no defrauda, caminemos juntos por los caminos del nuevo milenio: ¡Levantaos! ¡Vamos!».
Por esto, ante los grandes y graves problemas con los que se ha cerrado el segundo milenio y con los que se ha abierto el nuevo, el Papa Juan Pablo II proclamó con toda certeza y convicción: «No nos satisface, ciertamente, la ingenua convicción de que haya una fórmula mágica para los grandes desafíos de nuestro tiempo. No, no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una persona y la certeza que ella nos infunde: ¡Yo estoy con vosotros!». No son las ideologías, no son las teorías, sino Jesucristo, que vive y sale a nuestro encuentro. «No se trata –añade el Papa–, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradición viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la Historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusalén celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas». Es el camino del Testigo fiel, de una Humanidad en camino, renovada, fortalecida y sin miedo. Cristo sí que renueva y hace nuevas todas las cosas.
No en balde, inició su pontificado con aquellas prometedoras palabras: «¡No tengáis miedo! Abrid de par en par vuestras puertas a Cristo!». El mismo Juan Pablo II nos aclaró el sentido de estas palabras, en su libro entrevista Cruzando el umbral de la esperanza: «Cuando el 22 de octubre de 1978 pronuncié en la plaza de San Pedro las palabras: ¡No tengáis miedo!, no era plenamente consciente de lo lejos que me llevarían a mí y a la Iglesia entera. Su contenido provenía más del Espíritu Santo, prometido por el Señor Jesús a sus Apóstoles como Consolador, que del hombre que las pronunciaba. Sin embargo, con el paso de los años, las he renovado en variadas circunstancias».
Nuestro camino
…En cierto sentido era una exhortación dirigida a todos los hombres, una exhortación a vencer el miedo a la actual situación mundial. […] ¡No tengáis miedo de lo que vosotros mismos habéis producido, no tengáis miedo tampoco de todo lo que el hombre ha producido, y que está convirtiéndose cada día más en un peligro para él! En fin, ¡no tengáis miedo de vosotros mismos! ¿Por qué no debemos tener miedo? Porque el hombre ha sido redimido por Dios. Mientras pronunciaba esas palabras en la plaza de San Pedro, tenía ya la convicción de que la primera encíclica y todo el pontificado estarían ligados a la verdad de la Redención. […] En ella se encuentra la más profunda afirmación de aquel: ¡No tengáis miedo!: ¡Dios ha amado al mundo! Lo ha amado tanto que ha entregado a su Hijo Unigénito! […] El poder de la cruz de Cristo y de su resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo».
De Cristo tienen, tenemos, necesidad los pueblos y las naciones del mundo entero, todas las gentes. «Es necesario que, en su conciencia, resurja con fuerza la certeza de que existe. Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos; Alguien que es el Alfa y la Omega de la historia del hombre, sea la individual como la comunitaria. Y este Alguien es Amor. Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras ¡No tengáis miedo!».
Lo que Juan Pablo ha dicho, las exigencias de vida moral que nos ha señalado a todos, que no son otras que las señaladas en el Evangelio, hechas carne y vida humana en Jesús, así como las llamadas tan importantes y bellas que ha hecho a los jóvenes, centinelas del mañana, no son irrealizables: «Aceptar lo que el Evangelio exige quiere decir afirmar la propia humanidad completa, ver en ella toda la belleza querida por Dios, reconociendo en ella, sin embargo, a la luz del poder de Dios mismo, también sus debilidades: Lo que es imposible a los hombres es posible a Dios». No nos quedemos, pues, en la mera alabanza o en el sentido y emocionado recuerdo.
El testimonio del Papa nos llama a una conversión, a una vida nueva, a seguir sus huellas, las de esos pies grandes, presurosos por andar hasta los confines de la tierra, para enseñar lo que ha visto y oído, para, en comunión con toda la Iglesia cimentada en los Apóstoles, el mundo entero pueda gozar de la libertad, la alegría, el amor y la esperanza que se encuentran en Cristo, verdad de Dios y verdad del hombre, inicio de una Humanidad nueva y de los cielos nuevos y la tierra nueva donde habite la justicia de Dios, que tanto quiere al hombre.
Éstas son nuestras raíces, las raíces de nuestra historia más propia, inseparable de Jesucristo. No rompamos, con nuestras raíces cristianas, que son el rasgo más sobresaliente de nuestra identidad. Sólo así, nos dijo el Papa en su último viaje a España, «seremos capaces de aportar al mundo y a Europa la riqueza cultural de nuestra historia»; así «contribuiremos mejor a hacer realidad un gran sueño: el nacimiento de la nueva Europa del espíritu. Una Europa fiel a sus raíces cristianas». Ojalá escuchemos esta voz. Esta voz que nos dijo: «España evangelizada, España evangelizadora: ése es tu camino». Ahí está nuestro futuro, ahí tenemos nuestro camino, ahí encontramos la esperanza.