Antes de iniciar la visita a las salas del tanatorio, se nos entrega una lista de los difuntos cuyos familiares han solicitado servicio religioso. En esa lista, además de sus nombres y las salas en las que se encuentran, figuran también sus edades. Este es el segundo dato en el que pongo mis ojos, porque además de orientarme en el modo de enfocar la oración, me da una idea de lo que puedo encontrarme en la sala. Una persona mayor fallecida estará rodeada, tal vez por su cónyuge, por sus hijos y demás familiares, algo lógico y natural. Pero una persona joven, además de todo lo anterior, con toda seguridad habrá de tener allí la presencia de sus padres. Algo ya no tan lógico y natural que me hace más difícil el discurso, porque exige un grado de comprensión y generosidad mayor. No puedo evitar, al encontrarme en la lista fallecidos jóvenes, iniciar el recorrido por las salas un poco predispuesto y preocupado, preguntándome por lo que habré de decir y la acogida que puedan tener las palabras de consuelo que voy a decir.
Uno de esos días, al finalizar un responso por un hombre joven me acerqué a la madre del fallecido y le dije: «Este sufrimiento que usted está viviendo me hace pensar en la Virgen al pie de la cruz, contemplando a su Hijo»… Tras decirle esto, la señora me tomó las manos y me dijo al oído: «Mi hijo murió de una enfermedad, pero a Ella se lo mataron, no hay comparación…».
Su respuesta me conmovió, le di un abrazo muy fuerte y salí dando gracias a Dios por la fe de aquella mujer y pidiendo a la Virgen para ella su asistencia y consuelo. Muchas veces son los familiares los que nos edifican a nosotros y no al contrario.