Anécdotas de una vida. La sencillez de un hombre de oración - Alfa y Omega

Anécdotas de una vida. La sencillez de un hombre de oración

Recogemos fragmentos de la vida de Benedicto XVI, que él plasma en sus libros Mi vida (Ediciones Encuentro), Dios y el Mundo (Galaxia Gutenbeg), y La sal de la tierra (Ediciones Palabra)

María Solano Altaba

«Cada mañana, antes de levantarme, rezo primero una breve oración. El día parece diferente cuando uno no se adentra directamente en él». Éste es Benedicto XVI, un hombre de oración. Para él, Dios lo es todo, tanto es así que le reza a Él directamente, sin santos intermediarios. Aun así, tiene un santo favorito, san Agustín. Explicaba monseñor Eugenio Romero Pose, obispo auxiliar de Madrid, en un prólogo a una obra de Ratzinger, que, en una ocasión, le preguntaron qué se llevaría a una isla desierta. Él afirmó que una Biblia y las Confesiones de san Agustín.

Benedicto XVI nació en el seno de una familia profundamente religiosa. Aprendió de sus padres la fe. En no pocas ocasiones peregrinaron hacia santuarios cercanos, siempre en familia. «Nuestros padres nos ayudaron desde muy pequeños en la comprensión y entendimiento de la liturgia». También rememora con especial cariño una práctica habitual de los jueves de Cuaresma, cuando «se organizaban unos momentos de adoración llamados del Huerto de los Olivos, con una seriedad y una fe que siempre me conmovían».

Para el joven Joseph, la liturgia estaba llena de secretos que le llevaban cada vez más cerca de la vida religiosa: «La inagotable realidad de la liturgia católica me ha acompañado a lo largo de todas las etapas de mi vida; por este motivo, no puedo dejar de hablar continuamente de ella. (…) Buscando argumentos y estudiando a fondo para poder defenderlos, descubrí que todo aquello [de la Liturgia] era una apasionante aventura de la razón que, progresivamente, me iba abriendo horizontes nuevos. Esta reciprocidad entre celebración litúrgica y dimensión racional, en un momento en el que me esforzaba por comprender mejor la realidad, se me presentaba como una posibilidad particularmente hermosa de llenar mi vida».

Era un niño discreto y obediente, poco amigo del deporte, como recuerda de sus años de Seminario, donde tenía dos horas de gimnasia al día: «Esta circunstancia llegó a ser para mí un verdadero suplicio, ya que no estoy lo que se dice especialmente dotado para el deporte, y además era, para mi mayor infortunio, el más pequeño entre mis compañeros de estudio, que eran hasta tres años mayores que yo, lo que hacía que mi fuerza física fuera netamente inferior a la de casi todos ellos». Y cuando era pequeño, en Aschau, casi se ahoga en el estanque del jardín.

Poco a poco fue descubriendo que Dios quería para él el camino del sacerdocio. Explica que «no fue un encuentro en el sentido de una iluminación mística. No es éste un ámbito de experiencias del que pueda vanagloriarme. Sin embargo, puedo decir que el conjunto de la lucha desembocó en un conocimiento claro y exigente, de forma que también se manifestó en mi interior la voluntad de Dios».

Pasó no pocas penurias durante su etapa de estudiante. Primero llegaron los nazis. Recuerda que un profesor de música que tuvo, católico, se negó a cantar una canción nazi y cambió la letra. Donde decía Juda den Tod (Muerte al judío), él enseñó a los chavales Wende die Not (Haz de la necesidad virtud). Tras la guerra, la Universidad había quedado tan arrasada que tenían que subir a los dormitorios por una escalera de mano.

Para Benedicto XVI, el día de su ordenación es el más importante de su vida. Recuerda cómo entendió lo que significaba la misión que acababa de recibir: «El día de nuestra Primera Misa, (…) estábamos invitados a llevar a todas las casas la bendición de la Primera Misa y fuimos acogidos en todas partes –también entre personas completamente desconocidas– con una cordialidad que hasta aquel momento no me podría haber imaginado. Experimenté así, muy directamente, cuán grandes esperanzas ponían los hombres en sus relaciones con el sacerdote, cuánto esperaban su bendición, que viene de la fuerza del sacramento. No se trataba de mi persona ni de la de mi hermano: ¿qué podrían significar, por sí mismo, dos hermanos, como nosotros, para tanta gente que encontrábamos? Veían en nosotros unas personas a las que Cristo había confiado una tarea para llevar su presencia entre los hombres».

Si por algo se define Benedicto XVI es por ser familiar. Cuando ve peligrar su puesto como profesor, porque ponen muchas pegas a su Tesis doctoral, no teme por su futuro, su sueño de ser teólogo, sino por sus padres, que comparten con él la casa que tiene asignada por impartir clases en la Universidad. En 1956, rechazó un puesto en Maguncia porque prefería ocuparse de sus padres, y tanto su padre como su madre murieron rodeados de todos los hijos. Aún recuerda la muerte del cabeza de familia: «En el verano de 1958, mi padre sufrió un ligero ataque apopléjico. En seguida pareció recuperarse. Lo único que llamaba la atención en él era una gran serenidad, la benevolencia particularmente indulgente con que nos trataba. En Navidad nos cubrió de regalos con una generosidad incomprensible; sentíamos que consideraba aquella su última Navidad. El domingo 23 de agosto mi madre le invitó a dar un paseo. Mientras volvían a casa, mi madre quedó impresionada por el fervor con que rezó durante una breve visita a la iglesia». Ese mismo día falleció. De su madre enferma dijo: «Su bondad era cada día más pura y transparente, y continuó aumentando en las semanas en las que el dolor iba acrecentándose ». Benedicto XVI escribió en una ocasión: «No sabría señalar una prueba de la verdad de la fe más convincente que la sincera y franca humanidad que ésta hizo madurar en mis padres y en otras muchas personas que he tenido ocasión de encontrar».