Ahora Señor, según tu promesa - Alfa y Omega

Ahora Señor, según tu promesa

Jueves de la Octava de Navidad / Lucas 2, 22-35

Carlos Pérez Laporta
Presentación de Jesús en el templo. Giotto. Capilla de los Scrovegni, Padua, Italia.

Evangelio: Lucas 2, 22-35

Cuando se cumplieron los días de la purificación según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.

Porque mis ojos “han visto a tu Salvador”, a quien has presentado ante todos los pueblos: “luz para alumbrar a las naciones” y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo, diciendo a María su madre:

«Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma— para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Comentario

Este hombre, Simeón, «aguardaba el consuelo de Israel, y el Espíritu Santo estaba con él». Si esperaba el consuelo de Israel debía ser, en primer lugar, porque pesaba sobre sus ojos y su corazón todo el sufrimiento de su pueblo. Pues no espera consuelo sino quien está afligido por el dolor. Pero en medio del dolor esperaba, aguardaba. Sabía que aquel sufrimiento de Israel, por sus pecados y por sus circunstancias históricas no era todo; estaban todas aquellas cosas, pero también estaba Dios. Por eso Simeón se permitía aguardar: «el Espíritu Santo estaba con él», Dios estaba presente junto a él, y si Dios estaba, podía y debía esperarse infinitamente más de lo que se veía. Hay esperanza.

De ahí que le hubiera «sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor». No tendría que abrir sus ojos en el reino de los muertos sin haber visto al Mesías. No se trataba de evitarle la muerte, sino de liberarle de ella: en la misma muerte sería libre, si se sabía libre del poder de la muerte, si podía permitirse allí seguir aspirando al consuelo de Israel; si lograba ver al Salvador, incluso en la muerte podía esperar ser salvado. Por eso, podía alzar la vista desde el sheol, a la espera de volver a verle descendiendo a los infiernos para resucitar a los muertos. Porque el Mesías «ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten». Por eso, puede entrar con la paz de Dios en el reino de la muerte: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador». Con esta oración se va a dormir la Iglesia en el rezo de completas: porque pase lo que pase, si hemos visto al Salvador, entramos en la noche esperanzados.