La preferencia de Dios - Alfa y Omega

La preferencia de Dios

Martes de la Octava de Navidad / Juan 20, 2-8.

Carlos Pérez Laporta
San Juan y San Pedro en la tumba de Cristo. Giovanni Francesco Romanelli. Los Angeles County Museum of Art.

Evangelio: Juan 20, 2-8

El primer día de la semana, María la Magdalena echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:

«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».

Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.

Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.

Comentario

La tradición siempre ha visto a Juan en «el otro discípulo, a quien Jesús amaba». Evidentemente, alude a una preferencia. La preferencia no es una cuestión cuantitativa: no se puede amar más o menos; el amor, o es total, o no es. La preferencia remite a un orden en la práctica del amor: se ama de manera ordenada, para poder alcanzar a todos. Dios prefiere a Abrahán o a Moisés, para alcanzarnos en la historia con su amor. Dios prefiere a Juan para dar su amor total a todos.

Y en gran medida lo hizo con sus textos. Juan se define a sí mismo como aquel a quien Jesús amaba, no porque no amase a los demás, sino porque se percibe realmente determinado y definido por ese amor. Juan había sido muchas cosas en su vida: hijo de Zebedeo, hermano de Santiago, pescador, judío… pero lo que le definía, lo que mejor explicaba quién era él es el amor que Cristo le profería. Todo lo demás en él quedaba reordenado por ese afecto. Él era el discípulo amado: esa era la verdad central de su existencia. Todo lo que los demás creían ver en él, todo lo que él pensaba haber sabido de sí mismo a lo largo de toda su vida, quedaba relativizado a esa verdad. Él era lo que Cristo veía cuando le miraba. Su espacio vital era aquel amor. Su vida consistía en buscar ese amor con el que había sido amado, y dejarse amar, una y otra vez.

Por eso corría más y por eso creía sin ver. Si la vida de todos los hombres consiste en el afecto que la empuja, la suya consistía en el amor de Cristo. Por eso dijo en su carta lo que hoy se lee en la primera lectura: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida; pues la Vida se hizo visible, y nosotros hemos visto, damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba junto al Padre y se nos manifestó».