A los pies de la cruz - Alfa y Omega

La escritora iraní Shusha Guppy, en 1995, entrevistó a la gran dama de la novela negra P. D. James, siendo recogida su conversación en ese auténtico festín para la inteligencia publicado por Acantilado, la colección de textos de la legendaria revista The Paris Review (1984-2012), que en una magnifica traducción constituyó uno de los acontecimientos editoriales más relevantes del trágico año del azote de la pandemia. Ambas mujeres intercambian ideas y sentimientos sobre lo divino y lo humano, y en seguida se preguntan por la conciencia personal de la muerte y su influjo a lo largo de sus vidas. A P. D. James el adiós definitivo le preocupaba menos que el sufrimiento de una larga agonía, puesto que su fe en Dios le hacía esperar una eternidad feliz. Pero la escritora inglesa, como le argumentó Shusha Guppy, debía reconocer que el mundo se había desangrado perdiendo disposición para admitir el misterio y vivir con él.

Cuando llegamos a esta Semana Santa, las palabras de las dos escritoras son una cálida inspiración. Ambas se encuentran ya al otro lado del espejo de este mundo y comparten ya la absoluta visión del universo y la eterna contemplación del Creador. Ambas han cruzado la línea de la sombra y conocen el destino del hombre. «Hemos perdido la capacidad de aceptar el misterio», decía Shusha Guppy. Más de un cuarto de siglo después, las cosas han tendido a empeorar. No es que hayamos perdido esa capacidad, sino que las sociedades sufren una enfermiza necesidad de burlarse de la fe, disfrazando de arrojo y desprecio lo que no significa más que puro terror. El miedo del solitario en una callejuela oscura, que se sacude el temor a la sombra soltando improperios y cantando a voz en grito. Hemos perdido la capacidad de aceptar el misterio porque a esta sociedad se le ha hecho perder la esperanza. Y, sin ella, el misterio no es un impulso del espíritu, sino una torva amenaza de la realidad material.

El siglo XXI vuelve a ser el del miedo, porque han sido destruidas las falsas utopías de la centuria anterior y se ha querido sobrevivir a tientas, sin devolverle al hombre una esperanza trascendental. Por ello, el miedo ha llegado en forma de crisis económica, política, cultural y, finalmente, biológica, sin que el mundo esté provisto de lo único que puede hacerle frente. El siglo XXI no es solo el siglo del miedo. Es, también, el tiempo de la desesperación. «La religión desprovista de misterio y de belleza no es nada», nos dice P. D. James. Misterio, belleza, amor y verdad: abrumadoras experiencias que nos hacen libres y con las que el espíritu triunfa sobre el inevitable espacio de la muerte. Sin ellas, la religión no es nada. Sin ellas, el hombre es un animal que sufre, que teme, que muere en un silencio atestado de oscuridad.

Volvemos al Calvario en estos días. Jesús va a padecer de nuevo su agonía en nuestros corazones. Las conmemoraciones son la conciencia del tiempo; el ayer se hace presente y se convierte en un lamento de la eternidad. Cristo sufre como un hombre, porque solo así, encarnándose en un ser destinado a morir, tendremos una visión terrenal que nos impulse hacia el misterio de la vida eterna. Solo a través de la Muerte del Hijo del hombre llegaremos a alcanzar esperanza de la Resurrección. Vivimos el misterio con el dolor profundo de ese sacrificio divino. Un hombre, el Maestro, muere tras una espantosa agonía . Pero Jesús resucita y el misterio deja de ser una pulsión atemorizada para convertirse en confirmación de una promesa y en realización de una creencia. Misterio que ya no es confusión, sino pura fe, plenitud del alma, gozosa entrega a las manos del Padre.

¿Y la belleza? ¿Acaso hay belleza en la tremenda escena del Calvario? La hay, si el corazón de cualquier artista cristiano es capaz de hacernos vibrar ante ella. Porque el cristianismo es también el legado espiritual de un arte que nos hace conmemorar la Pasión y Resurrección de Jesús. Y porque esa emoción ante la belleza no es indiferente a la profundidad de un espíritu que solo en la voluntad de Dios halla explicación.

Contemplemos, por ejemplo, El descendimiento de Roger van der Weyden, en el Museo del Prado, que recoge los distintos niveles del dolor: la angustia, las lágrimas, el desconcierto. El cadáver de Jesús en perfecta armonía con el desmayo de María, la manera insuperable en que María Magdalena cierra la composición, la pasmosa serenidad que parece dar forma a lo eterno, la conmovedora precisión de las miradas absortas en la compasión, la dura centralidad de la palidez del cuerpo del Crucificado compitiendo en lividez con el rostro de su Madre. La belleza, la verdad, el misterio y el amor. A los pies de la cruz un año más. Señor, ten piedad de nosotros.