Para muchos de nosotros esta va a ser la primera Navidad sin un ser querido: sin un hijo, marido, padre, hermano o amigo. Para otros será la primera Navidad que pasen en soledad, fuera de sus hogares, en un hospital o cuidando a un enfermo. La tentación es dejarse llevar por el dolor, el vacío y la ausencia; dejar que la pena, la nostalgia, la soledad o la amargura inunde nuestro corazón, lamerse lastimeramente las heridas y dejar de celebrar… ¡Qué gran error! Nadie nos pide que dejemos de sentir, ni olvidemos a los que queremos; es bueno, es humano y natural. Pero, no por ello vamos a dejar de abrirnos a la vida; precisamente por eso, porque los quisimos y los queremos, aunque duela, es importante dar gracias por su vida, por habérnoslos regalado y vivir en plenitud. No es cuestión de voluntarismo o de fuerza. Es más sencillo que todo eso: consiste en reconocer y entregar nuestra debilidad al Señor y pedirle: Construye Tú con este material maltrecho, haz que mi dolor se convierta en vida.
El Niño Dios nace en nuestros corazones tal y como están, malheridos. Si no le asustó nacer en una cueva, en un pesebre, mucho menos le va a asustar nacer en un corazón que siente y se duele. Lo importante es dejar que Su Madre, la Madre del Amor Hermoso, prepare ese corazón como preparó el inhóspito lugar donde iba a nacer el Hijo de Dios. Porque allí donde está ella, hay hogar, por muy desangelado, destartalado, frío o solitario que sea el sitio. Donde está ella, hay un corazón cálido de madre que nos abraza y nos guarda dentro. No nos abraza para que estemos confortablemente instalados lamiéndonos las heridas en su regazo. Nos da esperanza, consuelo y paz, para que luego, con la fuerza de sabernos queridos y cobijados, podamos salir de nosotros mismos para ser sus manos, su sonrisa, su palabra para las personas a las que ella quiere regalarles su amor. Nosotros, precisamente nosotros, porque nos duele el alma, somos las personas idóneas para acompañar, escuchar y comprender a las personas que sufren a nuestro alrededor. ¡Qué gran don hemos recibido! El dolor nos hace capaces de reconocer y querer al que sufre cómo necesita. Esta Navidad, no nos guardemos ningún beso en el bolsillo, no dejemos ninguna llamada en el teléfono, no dejemos una cama de hospital, una habitación de un enfermo, sin un nacimiento a sus pies (aunque sea el dibujo de un niño colgado en la pared). No dejemos de cantarle un villancico a esa persona que está en coma o parece que no nos conoce. Esta Navidad, no dejemos de regalarle una sonrisa, o un detalle, al que nos quiere mal, al escéptico que piensa que todo es teatro, al que vive una vida que no es la suya, a esa persona que nos alarga la mano desde la acera de la calle. No dejemos de hablar con esa persona con la que hace tanto que no hablamos, visitar a la otra que está amargamente sola, de organizarle un plan a aquel gruñón al que no quiere nadie. Atrevámonos a salir de nuestra contenida dignidad. Atrevámonos a querer y dejarnos querer, a regalarnos a los demás desde nuestra realidad, sin asustarnos de ella, poniéndola en manos de María, la Madre de Dios. María, sé tú la gran anfitriona, la Madre que acoja a sus hijos necesitados esta Navidad. Feliz primera Navidad.