Es una alegría encontrar espectáculos tan sabios, entretenidos y delicados como Burro, estos días en el Teatro Reina Victoria de Madrid. No es una sorpresa, porque el dramaturgo Álvaro Tato, el director y compositor Yayo Cáceres y el intérprete Carlos Hipólito cuentan con trabajos admirables, y este cultísimo Burro también lo es. Se trata de un casi monólogo en el que un asno relata a su esquiva sombra su vida y la de su especie. Tato aprovecha para explorar la presencia de los burros en la mitología y la literatura. Su texto, tan poético, pasa de lo épico a lo lírico y de lo dramático a lo cómico recurriendo a Esopo, Apuleyo, Shakespeare, Cervantes, Lope, Juan Ramón Jiménez, al menos conocido fray Anselmo de Turmeda y a algún anónimo. Este gusto por la cultura clásica unida a formas populares más próximas de Peret (Borriquito como tú) o Juan Muñoz (Fray Perico y su borrico) es una de las características de Tato, quien sabe hallar lo trascendente dentro de la cotidianidad. Con este material, Burro podría ser la base de un excelente cuentacuentos; pero es mucho más. No es un monólogo porque dos de los músicos (Fran García e Iballa Rodríguez), bajo el acusado sentido rítmico de Yayo Cáceres, asumen como actores numerosos pequeños papeles que convierten las historias en verdaderos diálogos escénicos encantadores y ágiles. Es gozoso cómo cantan, se mueven y acompañan al guitarrista Manuel Lavandera en un espacio hermosamente revestido por Tatiana de Sarabia e iluminado por Miguel Ángel Camacho.
Todo ese talento redondea el trabajo de uno de esos pocos actores que no necesitan nada. Carlos Hipólito podría solo leer el texto y emocionar; pero esta vez la belleza lo rodea y su felicidad se vuelve contagiosa. Hace 50 años participó en un célebre montaje de Proceso por la sombra de un burro, de Dürrenmatt, y en 2001 protagonizó de manera memorable Historia de un caballo, de Tolstói, donde hacía gala de un control gestual asombroso en alguien a quien tantos identifican por la voz antes que por el cuerpo. Este nuevo equino suyo destaca por el humor y la versatilidad, la capacidad de desdoblarse en múltiples personajes que dialogan entre sí sin ser grotesco ni paródico, sino profundamente humano hasta en lo ridículo. Derrocha bonhomía e ironía; es decir, inteligencia, educación, civilización. Burro es, así, un espectáculo de alto sentido estético y moral, una obra magistral.