Cuando Juan Pablo II finalizó sus estudios en Roma hizo un viaje a Marsella para conocer la experiencia de los llamados «curas obreros». Allí fue huésped del dominico Jacques Loew, que había trabajado primero como estibador y después como capellán de los trabajadores del puerto marsellés. Tras esta experiencia, el entonces joven sacerdote Wojtyla escribió un artículo en una revista de Cracovia donde decía del padre Loew: «Vivía entre obreros y decidió convertirse en uno de ellos. Al cabo de un tiempo, se convirtió también en el pastor de sus compañeros».
He querido empezar con este recuerdo de san Juan Pablo II porque soy consciente de que el movimiento que comenzó en Francia después de la Segunda Guerra Mundial con la publicación del libro Francia: ¿tierra de misión?, y que motivó que sacerdotes y religiosos comenzaran a trabajar en las fábricas, la industria, los muelles y en obras de la construcción, no deja indiferente a nadie. Ya entonces hubo voces como la del arzobispo de París, el cardenal Emmanuel Suhard, que alentó esta iniciativa pastoral; y otras como las del cardenal Giuseppe Pizzardo, secretario del Santo Oficio, que sacó una nota de la congregación diciendo que la vida sacerdotal y el trabajo obrero eran incompatibles.
¿Dónde estaba esta incompatibilidad? El mismo cardenal Suhard, cuando alentó esta iniciativa, advertía de la necesidad que tenían los sacerdotes dedicados al trabajo obrero de cuidar la vida de oración y la obediencia a la jerarquía. Sin embargo, surgieron varios problemas con algunos sacerdotes obreros que provocaron que la Santa Sede pusiera una serie de condiciones para que un eclesiástico pudiera dedicarse al trabajo manual como un obrero. En consecuencia, muchos que habían comenzado esta experiencia decidieron abandonarla.
En este contexto se enmarca el libro que aquí reseñamos. El joven jesuita Egied Van Broeckhoven trabajó en cuatro fábricas de Bruselas entre los años 1965 y 1967 y falleció aplastado por una placa de metal en una de ellas. Poco después de su muerte salieron a la luz sus diarios, unos cuadernos en los que ponía negro sobre blanco su experiencia de Dios.
Cada una de las entradas de este diario pone de manifiesto que Van Broeckhoven supo vivir la máxima de la Compañía de Jesús, «la contemplación en la acción». Porque este joven jesuita era un auténtico místico, con una vivencia profunda e íntima del misterio de Jesucristo, que le llevó a ser uno con Él. Esta unión con el Señor fue lo que alimentó y sostuvo su misión como obrero en las fábricas de Bruselas. Y esto fue posible porque se apoyaba en tres columnas. La primera, la celebración de la Eucaristía, la oración y la vida comunitaria. En diciembre de 1967, poco antes de morir, escribía: «En este ambiente tan concreto, descristianizado, duro hasta agotarse y aturdirte, encuentro mi clima para la vida contemplativa».
La segunda fue la Iglesia. Egid vivió esta misión sabiéndose enviado por la Iglesia y, por tanto, unido a ella, porque «la Iglesia misma, en nuestra persona, se adentra cada vez más en el desierto para encontrar, llenos del amor del Señor, a los que se han extraviado. Y para ello debemos sentirnos enviados por la Iglesia».
Y la tercera columna fue la amistad. Ahora bien, para este jesuita, la verdadera amistad no era un sencillo compadreo ni mera camaradería. Aquí no se nos habla de una mera relación humana, sino de una amistad que «busca al otro porque viene de Dios y porque su intimidad tiene un propio fundamento en la Intimidad [sic]. De esta manera permanece escondida en el misterio de Dios, que es amor».
Egied Van Broeckhoven
Encuentro
2023
180
20 €