La propiedad al servicio del trabajo - Alfa y Omega

La propiedad al servicio del trabajo

Juan Pablo II considera la cuestión laboral como clave esencial de la doctrina social de la Iglesia

José María Ballester Esquivias
Juan Pablo II durante una visita a una siderurgia en Luxemburgo, en 1985. Foto: Sygma / Gianni Giansanti

«Como persona, el hombre es pues sujeto del trabajo. Como persona él trabaja, realiza varias acciones pertenecientes al concepto de trabajo; estas, independientemente de su contenido objetivo, han de servir todas ellas a la realización de su humanidad, al perfeccionamiento de esa vocación de persona, que tiene en virtud de su misma humanidad». San Juan Pablo II lo quiso dejar claro desde el principio al publicar, el 14 de septiembre de 1981, la encíclica Laborem exercens, la primera de su magisterio social: el hombre es el centro de la actividad laboral. Lo que, traducido al lenguaje doctrinal, significa la subordinación de la dimensión objetiva del trabajo respecto de la dimensión subjetiva, en contra de la práctica que viene siendo habitual en el capitalismo. «Conviene reconocer», prosigue el Papa polaco, «que el error del capitalismo primitivo puede repetirse dondequiera que el hombre sea tratado de alguna manera a la par de todo el complejo de los medios materiales de producción, como un instrumento y según la verdadera dignidad de su trabajo, o sea como sujeto y autor, y, por consiguiente, como verdadero fin de todo proceso productivo». De esta premisa mana todo el hilo argumental de la encíclica.

Por ejemplo cuando resalta la importancia del trabajo para entender la doctrina social de la Iglesia (DSI), «pues es una clave, quizá la clave esencial, de toda la cuestión social si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre». En suma: el trabajo no es una variable más de la DSI, sino una clave para analizarla e interpretarla. Sin obviar la naturaleza teológica del trabajo, ya que la Iglesia halla en las primeras páginas del libro del Génesis la fuente de su convicción según la cual el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia humana sobre la tierra. Y también una dimensión fundamental de Laborem exercens; como observa el padre Arturo Bellocq, el cuerpo de la encíclica «es un notable ejemplo de cómo se combinan la inspiración bíblica de los principios con la aplicación a los problemas de cada tiempo». Y añade que la última parte del texto «vuelve a estar marcada por las constantes referencias bíblicas sobre el sentido positivo del trabajo, la fraternidad con todos los hombres, la imitación de Cristo trabajador, la fatiga como conformación con la cruz».

Una perspectiva que se proyecta en otro de los pilares de la encíclica: la propiedad al servicio del trabajo. San Juan Pablo II constata –aún es 1981 y el Muro de Berlín sigue en pie– que ninguno de los sistemas económicos en vigor, el capitalista y el socialista, respeta la prioridad del trabajo sobre el capital. Por lo tanto, señala el Papa, lo importante no es tanto la naturaleza pública o privada de la empresa, sino su capacidad para ponerse efectivamente al servicio de la persona, «que sirvan al trabajo, hagan posible la realización del primer principio de aquel orden que es el destino universal de bienes [uno de los principios rectores de la DSI] y el derecho a su uso común». En materia de derechos, Laborem exercens no solo no se olvida de los que asisten a cada trabajador, sino que aprovecha su recuerdo para propulsar una original incorporación al magisterio católico: los derechos laborales y sociales quedan directamente equiparados con los derechos humanos. Y al estar estos últimos proclamados y garantizados por los poderes públicos, tanto a nivel nacional como internacional, es decir, la máxima protección jurídica posible, la encíclica reclama el mismo estatus para los derechos laborales y sociales.

Algunos objetarán que el magisterio adopta nada más y nada menos que posturas socialistas. Nada más alejado de la realidad: el balance que Laborem exercens hace sobre el fracaso del colectivismo es bastante más severo que las reservas –claramente expuestas– que pueda albergar respecto del capitalismo. Y lo hace antes de proponer una tercera vía: la participación, o asociación, del trabajador a la propiedad de la empresa.