Este jueves, 8 de junio, se cumplen 150 años del nacimiento de Azorín. Periodista y prosista de lo cotidiano, en el que la escritura se torna un desfile de imágenes con las que el lector y el autor pueden caminar juntos en diversos escenarios del tiempo y del espacio. No es difícil detectar la influencia de Nietzsche ni las utopías del anarquismo en sus primeros escritos, como El Cristo nuevo (1902), que dice a los creyentes: «No es de los tiempos que corren la oración; no es de esta época de lucha la resignación mística… ¡Levántate y lucha!». Azorín está persuadido de que «la mecánica y la higiene trocarían el trabajo de penosa tarea en alegre entretenimiento» y que «con la propiedad desaparecería la sed de riqueza y el afán de lucro». Por eso, en su novela La voluntad da una visión tétrica del catolicismo, reducido a toques de campana pausados y melancólicos, a pueblos tristes y mortecinos, a monumentos de Jueves Santo visitados por tradición más que por devoción, a obispos juzgados como hipócritas e indignos de respeto… El desencanto, unido a la imposibilidad de ir más allá de los tópicos, es un camino seguro hacia el nihilismo. ¿Cómo se libró de él Azorín? Por su amor a la verdad, algo que le llevó a rectificar años después sus juicios infamantes sobre san Antonio María Claret en La voluntad. El escritor evolucionó en pocos años de sus ideales anarquistas al conservadurismo de Maura y su amor por la gente sencilla no le llevó a despreciar la religiosidad popular en esa novela.
Sin embargo, el drama de la guerra y su exilio en París lo despertaron una nostalgia del catolicismo y de España. En un artículo de 1937, Misa mayor en La Magdalena, leemos: «A mi memoria vienen los santos pintados de España. Y a mi memoria vienen las Misas en las vastas catedrales y en las iglesias del pueblo. Y en este punto me siento como precipitado en el dolor. Un dolor agudo, una tristeza profunda, una sensación de angustia embargan mis sentidos. No sé si estoy en Francia o en España… Hacia España va raudo mi pensamiento». Azorín, un espíritu sensible y delicado, capaz de emocionarse con los paisajes y conmoverse con las gentes, no prefiere la Misa de la grandiosa iglesia neoclásica parisina a la de cualquier iglesia española y, como dice uno de sus personajes, «en París he llegado a sentir a España como nunca la había sentido. Aquí en la maravillosa ciudad he visto cosas de España…».