La espera atenta de Dios
Precisamente así, A la espera de Dios, se titulaba la selección de cartas y textos que el padre J. M. Perrin publicó tras la muerte de Simone Weil. El propio Perrin, junto con el filósofo francés Gustave Thibon, fue testigo de la evolución espiritual de esta pensadora francesa de origen judío, llamada a vislumbrar con tanta agudeza como sensibilidad poética los soplos de lo sobrenatural. Los dos, durante la estancia de Weil en Marsella, tras huir de París, comprobaron la apasionada sinceridad de su acercamiento al cristianismo y también el lastre que un ambiente marcadamente agnóstico y laicista había dejado en ella.
Los testimonios de Perrin y de Thibon, recogidos en Simone Weil. Tal y como la conocimos (Nuevo Inicio), que se acaba de publicar, muestran una personalidad contradictoria y extremadamente sensible, que confesaba haberse sentido atrapada por la pasión de Cristo. Además nos ofrecen un marco honesto para interpretar el camino que la condujo hasta el umbral de la Iglesia e intuir la enconada lucha interior que postergó su Bautismo. Se desvinculan, pues, de esas visiones más políticas, y superficiales, sobre Weil.
No nos está permitido juzgar los desacuerdos íntimos de quien trasparentaba tanta lucidez mística en sus meditaciones sobre el amor de Dios, la gracia, la liturgia o el sentido del sufrimiento. Perrin y Thibon desvelan con un delicado pudor el dramatismo de esa contienda entre una intensa vivencia de Dios y unas dudas, igualmente intensas, en la que el alma Weil se debatía.
«El mundo tiene necesidad de santos como una ciudad con peste necesidad de médicos», escribía Weil. Y pese a su indecisión, su anhelo espiritual constituye un estímulo para que cada uno emprenda con mayor hondura su propia travesía interior. Con Thibon y Perrin aprendemos, precisamente, a leer los entresijos de una existencia comprometida, que nos conmina a una actitud de paciente y atenta espera y a discernir la misericordia divina en las desdichas del mundo.
Pero ¿qué impidió a Simone Weil, tan sutil a veces, tan heroica en sus renuncias, franquear el umbral de la Iglesia? Ciertamente, muchas de sus concepciones teóricas resultaban irreconciliables con la doctrina católica. Uno de los inconvenientes de mayor peso fue esa suspicacia racionalista –por desgracia bastante común– que percibe el dogma como un yugo para la inteligencia, y no como lo que realmente es: la huella generosa con que Dios nos encamina hacia su misterio.