Me gustaría que las últimas palabras que tenemos en el Evangelio, las que el Señor dirigió a los apóstoles antes de subir a los cielos, fuesen objeto de nuestra reflexión en estos momentos, de cara a vivir con más compromiso y hondura la misión: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» (Mc 16, 15). En su fidelidad al Señor, la Iglesia no quiere olvidar estas palabras nunca; los cristianos no podemos olvidar la tarea y misión que Él nos dio.
Desde el principio de su pontificado, como queda patente en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, el Papa Francisco ha animado a toda la Iglesia a realizar esta salida misionera con el entusiasmo de cumplir el deseo de Nuestro Señor Jesucristo. Hay dos caminos esenciales: primero, el camino de la interioridad, ese camino que la tradición cristiana comparte con otras tradiciones, pero al que el cristianismo ha dado sus propios acentos; y después, el camino del encuentro con el otro, del encuentro con el prójimo, con mi hermano, pues el otro es un lugar de encuentro con uno mismo y con Dios. Este camino es el más específicamente cristiano, ya que es en el rostro que nos da Nuestro Señor Jesucristo del encuentro con el otro donde adquiere una dimensión nueva, esencial y fundamental.
En la encíclica Fratelli tutti, en el capítulo segundo titulado «Un extraño en el camino», el Papa vuelve a recordarlo. Aludiendo al buen samaritano, subraya que «al amor no le importa si el hermano herido es de aquí o es de allá» porque «es el “amor que rompe las cadenas que nos aíslan y separan, tendiendo puentes; amor que nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa. […] Amor que sabe de compasión y de dignidad”» (FT 62). Como hizo el buen samaritano con el que estaba tirado en el camino, regalemos hoy cercanía; regalemos curación con nuestras propias manos; compartamos lo que tenemos; regalemos nuestro tiempo, y comprometámonos hasta ver su curación.
Aunque en España y buena parte del mundo están bajando los contagios, la pandemia nos ha hecho verdaderamente conscientes de que la única salida que tenemos es la del buen samaritano. La alternativa es ponernos al lado de los salteadores y ser protagonistas de una sociedad de la exclusión. Para los cristianos, ¡qué importante es anunciar el Evangelio en estos momentos! ¡Atrevámonos! Como señala el Papa, «la inclusión o la exclusión de la persona que sufre en el camino de la historia» debe definir «los proyectos económicos, políticos, sociales y religiosos». «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación» supone hacer una opción: la de «ser buenos samaritanos o indiferentes viajantes que pasan de largo» (cfr. FT 69).
No perdamos la oportunidad que se nos ha dado para ver con claridad lo que hemos de hacer: o construimos la cultura del cuidado o nos instalamos en la cultura del olvido del otro. Pero, ¿de qué cuidado se trata? Se trata de ver, entender y vivir que somos imágenes de Dios; hay que hacer todo lo posible para que en nuestra sociedad se cuide al ser humano. Esta es una tarea en la que los cristianos nos hemos de empeñar, buscando e invitando a los hombres de buena voluntad para acompañar toda clase de fragilidad del ser humano, sea niño, joven, adulto o anciano. Y aquí no valen recortes de ninguna de las dimensiones que tiene el ser humano.
Hacer creíble el Evangelio supone vivir la fe con el humanismo que encierra, siempre en la dinámica del amor y no del juicio, con una vivencia fuerte de la caridad y de la misericordia. Desde nuestra espiritualidad no hay excusas para sostener formas de vida cerradas y violentas del tipo que fuere, que nos lleven al desprecio de los que son diferentes. Hemos sido llamados a generar vida y recobrar la esperanza. Hemos de vivir sabiendo que nos desarrollamos en la entrega sincera de nosotros mismos a los demás. El amor verdadero crea vínculos y nos saca de nosotros mismos llevándonos siempre hacia el otro: nuestra gran empresa es salir de nosotros mismos, pues los otros nos amplían y enriquecen.