Los invitados a la boda
XXVIII Domingo del tiempo ordinario
La imagen de la boda refleja bien la alegría humana y sirve para revelarnos en un lenguaje asequible el proyecto de amor y de comunión de Dios con los hombres o, en otras palabras, la plenitud del Reino de los cielos. En este proyecto Dios no pone límites. Así se muestra en la descripción espléndida de la primera lectura, de Isaías, cuando se refiere a «un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados». Por su parte, el apóstol, en la segunda lectura, afirma que «Dios proveerá todas vuestras necesidades con magnificencia».
La elección de un pueblo
La parábola coloca en el centro de la escena la respuesta que el hombre da a Dios ante la invitación a participar en su banquete. Los invitados primeros representan al pueblo judío. Con ello, el Señor no pretende, en primer término, reprocharles nada, sino hacerles comprender que el proyecto de Dios está dirigido ante todo a ellos. Los hebreos son el pueblo elegido y Dios quiere colmarlos de toda clase de bendiciones, encarnadas en la alegría y los alimentos del banquete de bodas. Por desgracia, la respuesta de los convidados es negativa. Esta actitud no desanima al rey, quien no desiste en su deseo de que vayan a la boda, en la que hay «terneros y reses cebadas». Este empeño del Señor permite que nos hagamos cargo, por un lado, de la generosidad de Dios y, de algo más profundo, que Dios quiere realmente a quienes llama a compartir la comida con Él.
La postura de los que rechazan la invitación refleja la mediocridad de los planes humanos frente a la riqueza y la plenitud de los proyectos de Dios para sus hijos. El marcharse a las tierras y a los negocios es una imagen nítida de la actitud del hombre cuando no se plantea en su vida un horizonte más amplio que la satisfacción de sus necesidades materiales. En principio no hay violencia, sino simplemente desinterés. Sin embargo, para algunos, la invitación a la boda se convierte en una provocación, desencadenando la furia contra los enviados de ese rey, que consideran esta actitud como una intrusión en su propia vida. Es entonces cuando el Evangelio relata que «el rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad».
Una llamada universal
Acto seguido, el rey ordena a los criados ir a «los cruces de los caminos y a todos los que encontréis». El deseo de acoger a los que no estaban previstos inicialmente alude a la predicación del Evangelio a los paganos, tras la muerte y resurrección del Señor. Ciertamente, la salida a los cruces de los caminos indica que cualquiera puede participar de la salvación de Dios. Aun así, no significa que se pueda participar en ese banquete de cualquier modo. El Evangelio habla del «traje de fiesta» requerido para poder ir a la boda. ¿A qué se refiere el Señor? El rey no solo manda llamar a todos, sino que pone a disposición de ellos el vestido de fiesta. La tradición ha visto siempre en este traje una imagen de la gracia de Dios: algo inmerecido, pero que se nos regala como un don, para poder entrar en la presencia de Dios. En verdad, puede resultar más cómodo no preocuparse en «cambiar nuestro vestido», como ocurría a los invitados que se resistían a dejar sus negocios y sus tierras. Pero con esa disposición nos estamos cerrando al plan de amor y comunión que Dios nos tiene preparado y que se expresa a través de la parábola de los invitados a la boda. En la vida sacramental, la participación en la Eucaristía es la realización en la tierra de ese banquete. Por eso, estamos llamados a celebrarla abiertos a la gracia y reconciliados con Dios antes de recibir el Sacramento.
En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda”. Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda”. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”».