365 días en Ucrania sin saber si será el último - Alfa y Omega

No es lo habitual ver llorar a un Pontífice en público. De estos hombres curtidos en mil batallas —espirituales y terrenales—, sí hemos visto rostros desencajados, como el día que Benedicto XVI cruzó la puerta de Auschwitz, o como la jornada en la que Pío XII leyó un mensaje radiofónico navideño mientras su Bureau movía mil hilos para salvar vidas como la de Maria Gerda, una mujer que logró, gracias a la diplomacia del Papa, librarse de la deportación y viajar con su familia a Brasil, como cuenta Johan Ickx en su libro Pio XII e gli ebrei. Encogen el estómago, enjugan las lágrimas y se enfrentan hasta a guerras mundiales. Pero el pasado 8 de diciembre Francisco no pudo contener la emoción. Ante la Inmaculada Concepción, en la romana plaza de España, consagró a Ucrania y a Rusia bajo su manto. Y lloró. Lloró por sus hijos, los más pequeños.

Por los cerca de 6.000 civiles —según Naciones Unidas— que han muerto desde que comenzó la invasión, hace justo un año. Por aquellas madres, abuelas y niños que cruzaban las fronteras los primeros meses, jugando con los pequeños a que salían de excursión y sus papás se quedaban en casa por trabajo. Por los desplazados internos, que siguen atendidos por parroquias. Por los que se asentaron en otros países, excepcionalmente acogidos por la población europea, y por los que volvieron a abrazar a los suyos, viven entre detonaciones y salen de casa cada día sin saber si será el último.

Es inevitable el factor de la cercanía a la hora de sentir un nudo más o menos fuerte. Járkov podría ser cualquiera de nuestras localidades. Aún así, ensanchamos las tripas y recordamos, en este cruel aniversario que de momento no ve el fin, que en Yemen llevan cuatro años de conflicto y hay 17 millones de personas sin seguridad alimentaria; que en Myanmar se han cumplido dos años desde el golpe de Estado militar; que Armenia sigue en peligro. Que cuando nos abran el corazón lo encuentren lleno de nombres.

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