Desde el corazón - Alfa y Omega

Desde el corazón

Redacción
Una imagen de la misa celebrada por Juan Pablo II en la madrileña plaza de Colón el 4 de mayo de 2003

Me quedo con su debilidad

El sábado por la tarde, poco antes de que falleciese el Papa, don Rafael, uno de los curas de mi parroquia, decía en la homilía que cuando el Señor recibiese al Papa en el cielo, su alegría iba a ser como la que sintió el padre de la parábola del hijo pródigo. Estábamos celebrando la Eucaristía del segundo Domingo de Pascua, fiesta de la Divina Misericordia.

Estos días, todos los medios de comunicación han hablado del Papa, de su cercanía a los desheredados de la tierra, de su postura al defender cuestiones de tipo moral, de su vida de oración, de sus viajes apostólicos, de su capacidad de trabajo, de su coherencia —¡maldita palabra!—. Yo me quedo con la debilidad del Papa. Decía él mismo, en su encíclica Redemptor hominis que Cristo muestra qué es el hombre al propio hombre. Yo creo que el Papa también ha mostrado a todo el mundo, con su dolor, cómo es el hombre. En sus últimos años —especialmente en los últimos meses— hemos asistido de cerca a su decadencia física. Creo que este sufrimiento no se puede entender sin los terribles acontecimientos que vivió en su niñez y juventud: la muerte de su madre, de su hermano, de su padre, la opresión nazi, la guerra, la dictadura comunista… Varón de dolores llama Isaías al Siervo sufriente, imagen de Cristo. Así ha sido también el Papa: hombre doliente. Una vez intenté leer su Carta sobre el sufrimiento, Salvifici doloris, pero no pude pasar de las primeras páginas. He aprendido mucho más viéndole apagarse despacio, estos últimos años. El Papa no ha sido para mí un héroe, ni un ejemplo de aguante estoico y voluntarista. El Papa ha sido un hombre profundamente enamorado de la vida, un buscador de tesoros, un amigo de Dios.

En estos días se le compara con tantos líderes mundiales carismáticos… A diferencia de ellos, él nunca quiso imponer a nadie su propia visión del mundo —«las ideas no se imponen, sino que se proponen», nos decía a los jóvenes en Cuatro Vientos—; nunca quiso vincular a nadie a sí mismo, no se ofrecía a sí mismo como salvador. Él sólo quiso llevar a los demás a Otro más grande: Cristo. Desde el principio lo presentó como el mejor amigo posible, nunca como una amenaza —«No tengáis miedo»—.

El Papa me ha enseñado a vivir en estos últimos años. Viéndole, he experimentado que sufrir es también bueno, que el dolor salva al hombre de sus limitaciones y le lleva a abrirse a Dios, a esperar de Él que le ayude y le consuele, a reconocerle como el Único que le puede salvar la vida entera. Con él, hemos aprendido a sufrir, hemos aprendido a vivir. Hoy ya no está con nosotros; el mundo se ha hecho más pequeño, pero su corazón se ha hecho más grande. Cuando era pequeño, mis padres me llevaron al encuentro con el Papa en el Santiago Bernabéu, en Madrid. Ver tanta gente aclamándolo y vitoreándolo hizo que, de vuelta a casa, dijese que yo quería ser el Papa. Hoy, años más tarde, sólo quiero ser como este Papa.

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo

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Artista de nuestro tiempo

A veces me pregunto si la serenidad y el recogimiento están reñidos con el ejercicio del periodismo. Cuestiono mi vocación cuando, en momentos históricos como el que vivimos, me cuesta salir a la calle a recoger sentires y me siento irremediablemente una más, sin autoridad para preguntar a nadie por la muerte de su padre. No es fácil informar sobre la antesala de la muerte de una persona, y sobre lo que va a suceder después; admiro profundamente a quien consigue hacerlo con la sensibilidad necesaria, porque, al fin y al cabo, hay alguien que se está muriendo, que se ha muerto, rodeado de gente querida.

Es difícil informar desde la falta de distancia, desde la falta de perspectiva que crea en uno el hecho de sentirse cerca de alguien en la lejanía. Por el ámbito periodístico en el que trabajo me he sentido cerca de Juan Pablo II en sus últimos años de pontificado, pero puedo decir que lo que me ha tocado el corazón de su vida y de su testimonio fue precisamente eso, su vida. La entrega con la que vivió su fe. Independientemente de las creecias que uno profese, siempre es admirable encontrarse con personas que dan su vida por la causa en la que creen. Juan Pablo II entregó su vida a la causa de Cristo, vivió coherentemente, con intensidad…, y eso me provoca una enorme alegría, porque hace que crezca mi confianza en el hombre y en la vocación de los seres humanos.

Nos equivocamos y acertamos cuando vivimos, y crecemos aprendiendo… La Iglesia crece aprendiendo, con los aciertos y con los errores… Dentro de todo lo criticable que alberga una persona con tanta personalidad y carisma, creo que Juan Pablo II ha tenido una capacidad extraordinaria para acercarse al mundo más allá de la fe profesada, fue un gran comunicador y, desde su origen humilde, supo exigir para los pobres y los desvalidos dignidad. Juan Pablo II fue un abanderado de la paz y enseñó al mundo lo que significa el perdón con aquel gesto maravilloso.

A veces recuerdo que fue actor cuando era joven; los que amamos el teatro sabemos que un verdadero artista no deja de serlo nunca. Fue artista de su tiempo, cambió el mundo con su vida, y con su legado es ya artífice de los tiempos venideros, mientras recordemos todo aquello por lo que trabajó y dio su vida.

Rosa Puga Davila

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El Papa os quiere

Ha sido un Papa de la alegría y del dolor. De los jóvenes, pero también de los ancianos incapacitados por el parkinson, por los problemas respiratorios y los fallos del corazón. Ha sido el Papa, especialmente, de la música, del ritmo seguido inconscientemente con los pies, del teatro, del circo y de la risa. Ha sido el Papa de la paz, y de los niños no nacidos, y de los presos políticos, de la gente sin hogar. Ha sido el Papa de la exigencia, pero también de la ternura, el anciano que ya no pudo hablar, el que tuvo fuerza hasta el final, el Papa que se levantaba en misa aunque casi no pudiera sostenerse, el Papa de las nuevas tecnologías, el que improvisaba bromas en sus discursos.

Muchos periodistas han dicho, en sus encuentros con él, que cada frase que pronunciaba podría ser el titular de una noticia, por eso nos han quedado para la Historia frases eternas como «Merece la pena dar la vida por Cristo»; «Se puede ser moderno y profundamente fiel al Evangelio»; o «¡No tengáis miedo!» Nunca hubo una palabra de más, todo fue mesura y a la vez acción, frases certeras, que iban directamente al corazón del hombre.

Pero, como casi todo en la vida, fue la frase más sencilla la que se me quedó grabada para siempre. Estaba en Toronto, en la Jornada Mundial de la Juventud, del año 2002. Tras unas palabras en distintos idiomas, los hipanohablantes pudimos entender que, en medio del griterío, decía: «El Papa os quiere». Era una improvisación, y el Papa había decidido hacerla en castellano. Por eso, aquel día, las primeras palabras que escuché del Papa era que me quería, y lo cierto es que sentí que me lo decía a mí, personalmente, y que era sincero. Yo también le quiero, y le querré siempre por su ejemplo de vida, de valentía, de amor y entrega infinita al Señor y a la Providencia divina, por su atrevimiento y su seguridad al confiarnos a los más jóvenes ser la luz del mundo y la sal de la tierra, por tener tanto amor dentro de sí, por abandonarse tanto en manos de Dios. Estoy segura que, de ese abandono, provenía la fuerza que ha removido al mundo, que lo ha hecho estremecerse ante cada golpe de dolor de sus últimos días, y asistir, atónitos, a su último adiós, como un fuego que lo abrasa todo y se resiste a ser controlado.

Anabel Llamas Palacios

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¡Gracias por quitarme el miedo!

Mientras grandes y chicos se daban cita en Roma para celebrar el Jubileo del año 2000, yo paseaba orgullosa mi ateísmo. Cuando los jóvenes se marchaban a Toronto, yo ya me había dado cuenta de que había algo en mi vida que fallaba, aunque aún no sabía qué era.

Un día, al pasar frente a una iglesia, vi tu foto en un gran cartel sobre el que se leía tu No tengáis miedo. «María, no tengas miedo», me dijiste con una claridad tal, con un tono tan seguro y tranquilizador, que sorprendió a los oídos de mi alma. Entré. Recordaba un tiempo, el tiempo de mi infancia en un colegio de monjas, en que había sido feliz. Sobre un papel, busqué las diferencias: ¿qué ha cambiado en mi vida que antes me hacía feliz y ahora siento haberlo perdido? Dios.

No te quiero engañar. A pesar de tu mensaje en el cartel, al principio tuve miedo, el miedo a sentirme diferente, a ser una católica en un mundo hostil, a ser descubierta, prejuzgada y marcada por la sociedad del relativismo extremo, del individualismo aislante, del pesimismo desesperanzado, de la tiranía de lo políticamente correcto.

Pasó el tiempo y mi fe silenciosa y privada se fortalecía de la mano de Cristo con cada Eucaristía, y con la voz de las benedictinas que cantaban en misa cada mañana, a través de la palabra que nos has dejado como herencia en tus encíclicas, tus Cartas y tus libros. Don y misterio: ésa fue mi primera lectura. Descubrí en ti a un comunicador nato, de claridad periodística, un autor de esos al que no le sobra ni la falta una sola palabra.

Y quise conocerte cuando viniste a Madrid, en un momento en que tu mala salud parecía repuntar, quizá por la tan cacareada dieta de la papaya, quizá porque ver a tantos jóvenes reunidos en tu nombre y en el de Cristo era la mejor medicina. Recuerdo la mañana del domingo, cuando íbamos hacia Colón. Era tan temprano que, a pesar de ser mayo, hacía un poco de frío. Las calles estaban desiertas y yo sentía un miedo atroz. Muchas de las personas a las que conocía dormían plácidamente en sus casas. Para ellos, el Papa era sólo la cabeza visible -y enferma- de una Iglesia corrupta, enriquecida y salpicada de escándalos, una Iglesia descrita a base de tópicos de tertulia de café.

Fui a Colón con mi amiga Fátima y arropada por su familia, a la que nunca agradeceré suficiente que me acompañaran en mi primer día de reconocimiento público de mi recién recuperada fe. Sin embargo, mi sensación de bicho raro no me abandonaba. Hasta que, caminando, llegamos a Atocha. Allí, riadas -literales- de gente avanzaban por el Paseo de Recoletos hacia donde te esperamos durante horas de oración y compañerismo. Miraba a mi alrededor y pensaba: «Si yo soy un bicho raro, ¡cuántos bichos raros hay por aquí!» Apareciste, feliz, emocionado, orgulloso, fortalecido por el calor de los aplausos, del grito unánime: Juan Pablo II, te quiere todo el mundo. Tu rostro, tu resplandor, tu fuerza, tu expresividad lo llenaron todo. Y volviste a decirme: María, no tengas miedo. Entonces comprendí que la fe no es algo que dure el rato que dura una misa, que tenía que ser cristiana desde la mañana a la noche, que Jesús no me iba a abandonar jamás, que podría confiar ciegamente en Él, que no tenía que tener miedo. En vida no pude darte las gracias personalmente. Pero ahora que tenemos hilo directo contigo desde el cielo quería decirte, Santo Padre, ¡Gracias por quitarme el miedo!

María Solano Altaba