22 de agosto: san Felipe Benicio, confesor - Alfa y Omega

22 de agosto: san Felipe Benicio, confesor

Redacción

Es cuando la época de los feudales está en franca decadencia y tiende a desaparecer. Comienzan las ciudades libres, se potencia el comercio, salen las agrupaciones artesanales llamadas gremios; nacen las universidades, comienzan las cofradías y cambian las formas de vida ascética, el monasterio solitario del campo se hace convento urbano. Surgen imperiosas las catedrales. Se inventan Órdenes mendicantes exponiendo con frenesí el Evangelio, hasta el punto que los papas y príncipes se asustan y llegan a tomar medidas para limitarlas. Los servitas se acaban de fundar el 15 de agosto de 1233 por aquellos piadosos caballeros florentinos que se han propuesto dedicarse a extender la devoción y culto a la Santísima Virgen María y en ese mismo día de agosto y año nació, también en Florencia, el hijo de Jacobo y Albanda que se llamó Felipe. ¿Premonición? El padre era de los Benici y la madre, de los Frescobaldi.

Cuando crece el chico, estudia medicina en París, en Padua hace su doctorado y practica el oficio en Florencia, donde no deja de visitar la iglesia de los servitas en su barrio de Cafaggio. Un día le llamó la atención una frase que se contenía en la lectura y predicación del episodio del libro de los Hechos de los Apóstoles del oficio que se hacía en una iglesia; quizá prestó más atención porque en el texto se escuchaba el nombre del apóstol Felipe, su santo, que convirtió al etíope eunuco de la reina Candaces. La frase en concreto era: «Felipe, acércate al carro». Y todo el día le estuvo machacando los oídos sin ser capaz de desprenderse de ella. Por si la sugerencia no fuera suficientemente clara, la misma Virgen Santísima le dio el empujón final. Termina el episodio pidiendo la admisión en la Orden de los Servitas a Bonfilio Bonaldi, uno de los fundadores, que en ese momento era el superior de la casa.

En Monte Senario, a unos kilómetros de Florencia, desempeña los oficios más simples en la casa y en el campo, mezclados con presencia de Dios y mucha humildad, queriendo pasar desapercibido; incluso le permitieron vivir en soledad, ocupando un casuco próximo, para que nadie pudiera ser testigo de su penitencia ni molestado en su oración. Enviado a Siena para atender la casa, camina casualmente con otros dos servitas que descubren en el humilde lego su formación intelectual. Comienza un nuevo servicio en la vida de Felipe que termina siendo sacerdote, maestro de novicios, secretario del General y, a su muerte, lo eligen para que dirija la Orden como General, dando un impulso a los servitas tan fuerte que algunos, equivocándose o exagerando, le tuvieron como uno de sus fundadores.

No se sabe muy bien por qué, pero tenía verdadero horror a desempeñar cargos altos; siempre se opuso con todos los medios a su alcance para evitarlos y, cuando no le fue posible, vio en ellos el designio de la Providencia. De hecho, en el Capítulo que reunió en Pistoya, en el año 1268, presentó la dimisión de su cargo, renunciando al generalato, aunque no se la aceptaron. Desatendió el nombramiento de arzobispo de Florencia cuando se lo propusieron. Y con el papado… La Santa Sede vacaba por tres años ya, desde que murió el papa Clemente IV, y los cardenales del cónclave de Viterbo no acababan de ponerse de acuerdo en elegir un sucesor. Pensaron en Felipe y quisieron elegirlo papa, conocida su prudencia y santidad; pero huyó al monte —debió de ser por la zona que hoy llaman como Baños de san Felipe— sin otra compañía que la de un religioso de su confianza, obstinado en desaparecer, y allí estuvo oculto hasta que se hizo pública la elección de Gregorio X.

Con ansias de predicar, visita las casas de Francia y aprovecha para extender la devoción y culto a la Santísima Virgen por Avignon, Tolosa y París, pasando a los Países Bajos, Sajonia y Alemania.

Asistió al concilio de Lyon. Intentó poner paz en Bolonia, Florencia y Pistoya que estaban enzarzadas por las luchas entre güelfos y gibelinos hasta que se llegó a la firma de la paz con el juramento de Florencia.

En la ciudad de Forli debieron de «hacer pupa» sus predicaciones a más de uno, porque un grupo de exaltados, capitaneados por Peregrino, llegaron a ejercer violencia física contra Felipe, hasta desnudarle vergonzosamente y apalearlo. No pasará demasiado tiempo antes de que el valentón Peregrino se acerque a suplicarle que le admita entre los servitas.

Otros gestos llamativos de su vida –esos que expresan las heroicas virtudes de los santos– son que Felipe, en defensa de su pureza, resolvió el acoso de una mala mujer revolcándose desnudo por la nieve; y también que, de modo milagroso, quedó instantáneamente curado un leproso que le pedía limosna al ponerse la capa que Felipe se quitó para abrigarlo.

También fundó una casa para arrepentidas en la ciudad de Todi.

Llamaba mi libro al crucifijo y abrazado a él murió el 22 de agosto de 1285.

Lo canonizó el papa Clemente X y la bula la publicó, pasado el tiempo, el papa Benedicto XIII.

¿Era humildad lo que le hacía huir de los puestos altos?

¿Era bien entendida esa humildad que comportaba una negativa al servicio que la Iglesia le pedía? ¿Incluida la negativa a servir desde el papado? Él lo entendió así en lo profundo de su conciencia; no ha sido en la historia el único caso. Y, si la misma Iglesia lo canoniza post mortem, nos encontramos en la penumbra de quienes somos incapaces de ver con exactitud los hechos con aquella luminosidad que tienen los santos.

Lo pintaron abrazado a la cruz y con la mitra a sus pies. Probablemente no intentó el artista enseñar desprecio, ¿quiso expresar prioridades?