2 de julio: santa Monegunda, la madre que curaba con su saliva a los enfermos - Alfa y Omega

2 de julio: santa Monegunda, la madre que curaba con su saliva a los enfermos

Vio morir a sus hijas y decidió consagrarse a Dios en soledad. Lo que no esperaba esta santa francesa fue la riada de enfermos que acudió a ella a pedir su intercesión

Juan Luis Vázquez Díaz-Mayordomo
El primer signo de la santa fue la curación de una vecina que se quedó ciega
El primer signo de la santa fue la curación de una vecina que se quedó ciega. Foto: Canva.

Dicen que el nombre de Monegunda significa «la que lucha sola». Sin duda, fue así en el caso de la santa de este nombre que vivió en Francia en el siglo VI. Sin embargo, a pesar de que muchos acudieron a ella por su capacidad de hacer milagros, ella siempre tuvo claro que el suyo no era un mérito propio, sino un don de Dios. 

Originaria de Chartres, al suroeste de París, los datos principales de su biografía los conocemos gracias a san Gregorio de Tours, prácticamente contemporáneo suyo, autor de una documentada historia de la Iglesia particularmente centrada en el reino de los francos. Lo primero que se sabe de ella es que se casó joven y que tuvo dos hijas, a las que recibió con una entusiasta exclamación: «Dios ha multiplicado mi generación». Sin embargo, las niñas no llegaron a alcanzar la madurez y murieron tras enfermar por unas misteriosas fiebres. 

«La madre no cesó de llorar afligida día y noche y ni su esposo ni sus amigos, ni ninguno de sus parientes pudieron consolarla», cuenta san Gregorio. Armada con una gran fe, logró salir de su abatimiento cuando se dio cuenta de que la aceptación de las circunstancias de la vida forma parte también de la vivencia cristiana: «No encuentro el consuelo por la muerte de mis hijas, pero temo que de seguir así perjudique a mi Señor Jesucristo», se dijo. 

Resuelta y decidida, se quitó el luto y pidió permiso a su marido para irse a vivir a una pequeña celda donde consagrarse a Dios por entero. Así fue, y Monegunda pasó a vivir en una diminuta habitación en la que para dormir solo contaba con una estera desenrollada en el suelo. Todos los días, una niña le hacía llegar por una diminuta ventana harina y un poco de agua, para hacerse un pan como único alimento. 

Un día, cansada de la monotonía de su labor, la niña dejó de acudir a la celda de Monegunda y la santa se quedó varios días sin comer. Tenía algo de harina, pero nada de agua. Dios llegó en su ayuda con una nevada que se acumuló en su ventana y que, al descongelarse, le permitió salir del trance. 

La excéntrica vida de aquella mujer debió de llamar la atención entre la gente de la zona. Solo así se explica que un día una vecina, llena de curiosidad, se asomara a mirar al otro lado del ventanuco. No pudo ver nada, porque una repentina ceguera le sobrevino, para susto de todos. «¡Ay de mí! —exclamó Monegunda—. Por mi pequeña y pecadora persona, los ojos de esta mujer están cerrados». Sin embargo, se puso a rezar y al poco pidió a la vecina que se asomara de nuevo a la ventana: la santa le impuso las manos y la señora recuperó la vista sin problema. 

Quiso huir de la fama

La noticia voló por la comarca y al poco de aquello se presentó ante la celda un hombre que llevaba años sin poder oír nada. Sus familiares le pidieron encarecidamente a Monegunda que lo curara y ella se tiró inmediatamente al suelo a implorar la bendición divina para él. No se había levantado todavía cuando el hombre recuperó asombrosamente el oído. 

Espantada por el creciente goteo de personas que acudían a su celda a pedir su intercesión, la mujer decidió escapar a Tours, a más de 100 kilómetros al sur, donde la devoción a san Martín llevaba irradiando Francia desde hacía siglos. Allí encontró a otras mujeres que, como ella, querían consagrarse en exclusiva al Señor. Juntas conformaron una comunidad cerca de la capilla donde se veneraba al santo. 

Sin embargo, no dejó de perseguirla su fama de taumaturga y la santa tuvo que encontrar el tiempo necesario el resto de su vida para atender a los necesitados de curación. En Tours desplegó abiertamente su don de sanación y milagros, siguiendo un protocolo muy similar en todos los casos. Cuando alguien sufría de algún mal del cuerpo y acudía a ella, lo primero que hacía era orar postrada en tierra; luego recogía algunas hierbas, las untaba con su saliva y haciendo el gesto de la cruz las colocaba sobre la parte afectada. De este modo curó a muchos de sus afecciones de piel y de reumatismos, catarros y otras dolencias. «¿No vive aquí san Martín, que brilla a diario con ilustres obras de virtud? Id allí, suplicadle a él. ¿Qué haré yo, pecadora?», exclamaba Monegunda con humildad, para después acceder a sanar a todos.

Al final de sus días, sus hermanas de comunidad le pidieron bendecir un poco de aceite y un cuenco de sal, con los que tras su muerte siguieron curando enfermos. Incluso desde su tumba siguió haciendo milagros, pues san Gregorio documenta que fueron muchos los que se acostaban sobre su sepultura y se levantaban totalmente restablecidos.