Como un rayo en cielo sereno - Alfa y Omega

«Como un rayo en cielo sereno ha resonado en este aula su conmovedor mensaje», respondía el cardenal Sodano al anuncio que acaba de hacer el Papa durante la reunión de cardenales del 11 de febrero. Horas más tarde, efectivamente, un rayo caía sobre la cúpula del Vaticano. Los aficionados a buscar señales misteriosas iban a tener taquicardia para rato, porque, a unos miles de kilómetros de Roma, pronto lloverían meteoritos del cielo…

La renuncia del Papa es un acto excepcionalísimo, y no sorprende que algunos busquen extrañas señales del final de los tiempos. La sorpresa es que pasen por alto otras muchas señales bien a la vista de todos: guerras con millones de muertos, mártires en número como jamás conoció la Historia, hambrunas, sangrante pobreza, naturaleza devastada… Son tiempos excepcionales, llenos de incertidumbres. La familia es sacrificada en el altar de los nuevos derechos; millones de niños mueren en el seno materno; los ancianos y los enfermos son empujados al suicidio… No son tiempos para dar nada por supuesto, ni mucho menos la fe, como advirtió Benedicto XVI en Fátima. La Iglesia necesita purificación, recuperar su centro de gravedad, repite desde hace 8 años el Papa. Esta generación de cristianos empieza a darse cuenta de que no le será concedida una vida tranquila. Quedarán pocos creyentes, previó Joseph Ratzinger hace 40 años, al imaginar qué aspecto tendría la Iglesia en el siglo XXI. La Iglesia –decía el entonces profesor de Teología– será diezmada y «tendrá que empezar todo desde el principio». Vendrán grandes pruebas que, con la ayuda del Espíritu Santo, le harán reconocer «de nuevo en la fe y en la oración su verdadero centro». Y esa «Iglesia de la fe», purificada, será un faro para la Humanidad. Un día los hombres empezarán a experimentar «su absoluta y horrible pobreza» por la ausencia de Dios, «descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo», y sabrán que ésa era «la respuesta que buscaban a tientas».

Pedro se ha hecho a un lado, y ha dejado al descubierto la verdadera naturaleza del papado: su amor a Cristo es la piedra que sostiene la Iglesia. Dice que no se ve con fuerzas «para gobernar la barca de san Pedro y anunciar el Evangelio» en un mundo «sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe». Curiosa modestia, de quien deja hecha un parte nada insignificante de esta titánica tarea a sus sucesores.