El Espíritu Santo sigue fundando la Iglesia - Alfa y Omega

El Espíritu Santo sigue fundando la Iglesia

«No desconocemos que el pecado está presente en la historia cristiana. Pero nada de esto invalida lo que la fe nos da a conocer: que es la fuerza divina del Espíritu… la que guía» a la Iglesia. Escribe monseñor Martínez Camino, obispo auxiliar de Madrid y Secretario General de la Conferencia Episcopal Española

Juan Antonio Martínez Camino
«La obra del Señor se prolonga en el tiempo precisamente por la acción del Espíritu divino, ‘que procede del Padre y del Hijo’»

Pronto se reunirá el Cónclave para elegir al nuevo sucesor de san Pedro en la sede de Roma, al Papa. Es un momento de acción especialísima del Espíritu Santo en la fundación de la Iglesia; sí, en la fundación de la Iglesia. Cuando era todavía un joven profesor de teología, comentando la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Revelación, el Papa Benedicto XVI usaba precisamente esta palabra para describir la acción del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia. Es cierto, Jesucristo mismo funda su Iglesia con sus obras y palabras, con la elección de los Doce y con su muerte y resurrección. Pero la obra del Señor se prolonga en el tiempo precisamente por la acción del Espíritu divino, «que procede del Padre y del Hijo».

Algunos hablan estos días de la obra del Espíritu Santo en la elección del Papa en tono de broma autosuficiente, como dando por descontado que se trata de algo irreal e irrelevante. A ellos les parece que lo que en realidad cuenta son los compromisos humanos para resolver las luchas por el poder. No vamos a negar que los intereses humanos sean completamente ajenos al gobierno de la Iglesia. No desconocemos que el pecado está presente en la historia cristiana, a veces incluso de modo trágico. Baste recordar la traición del que iba a ser el primer Papa cuando negó cobardemente conocer al Maestro. Pero nada de esto invalida lo que la fe nos da a conocer: que es la fuerza divina del Espíritu, capaz de enderezar lo torcido por el pecado, la que guía el curso de la vida eclesial. La historia bimilenaria de la Iglesia, radiante de santos y creadora de verdadera cultura, lo pone de manifiesto.

Pero decir que el Espíritu Santo guía a la Iglesia y, en particular, a los cardenales que eligen al Papa, es en realidad decir todavía poco. Porque la acción del Santo Espíritu no es sólo como un viento exterior que sopla en las velas de la nave para conducirla en la buena dirección. Es también una acción interior al mismo ser de la Iglesia; es como el alma en el cuerpo, que le da vida humana, que hace que sea verdaderamente un cuerpo de hombre, mucho más que la suma de sus admirables componentes biológicos. De modo semejante, el Espíritu Santo hace que la multitud de los hombres que recibimos el Bautismo sea mucho más que una sociedad humana incomparable por su universalidad y su eficacia histórica de humanización. Ante todo, el Espíritu hace que la Iglesia sea el Cuerpo de Cristo, uniendo las vidas de todos los bautizados a la vida del Señor resucitado, vencedor del pecado y de la muerte. Así, el Espíritu Santo sigue fundando continuamente la Iglesia.

Pues bien, un elemento singular de la acción por la que el Espíritu constituye a la Iglesia como Cuerpo de Cristo consiste en mantenerla en la verdad del Evangelio. Es el Espíritu Santo el que recuerda a la Iglesia toda la enseñanza del Señor y la sostiene en ella. Esto vale para cada uno de los bautizados, que deben su fe al don del Espíritu, es decir, a la presencia viva del amor personal de Dios en sus vidas. Pero vale, de manera especial, para la Iglesia misma en su conjunto, para la comunión de la Iglesia, cuya fe no falla porque es sostenida por la fuerza del Espíritu que actúa en los testigos a quienes el Señor envía como ministros suyos y maestros de los pueblos: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo… y seréis mis testigos» (Hch 1, 8).

En su última audiencia pública, el miércoles 27 de febrero, Benedicto XVI subrayó con fuerza esa realidad profunda de la Iglesia, que los acontecimientos de estos días nos ayudan contemplar: la barca de la Iglesia no es del Papa, no es nuestra, es del Señor. Es Él quien la conduce, «ciertamente a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido». En la elección del nuevo Papa sucede, por la fuerza del Espíritu, la elección de Dios para el servicio que el sucesor de Pedro presta a toda la Iglesia: ser el primer testigo de la verdad salvadora del Evangelio de Jesucristo. Todos los obispos son testigos cualificados del Evangelio. Pero todos han de estar en comunión con el obispo de Roma para estar seguros de la autenticidad de su testimonio.

El testimonio de los sucesores de los apóstoles, encabezados por el sucesor de Pedro, tiene la garantía del Espíritu de la Verdad. La Verdad que nos salva, Dios mismo en su Hijo Jesucristo, es testimoniada por personas, porque ella misma es personal. La Verdad de Dios no puede encerrarse en un libro, ni reducirse a una teoría o a una filosofía. Es una realidad viva que se nos comunica en el Cuerpo vivo de Cristo, que es la Iglesia. Se nos comunica por medio de los testigos puestos por el Espíritu del Señor a lo largo de la Historia.

Desde el Papa que el Espíritu dará a la Iglesia en los próximos días hasta Pedro, hay una continuidad histórica y geográfica. Pero –en palabras de Benedicto XVI– «la sucesión apostólica no es una simple concatenación material; es, más bien, el instrumento histórico del que se sirve el Espíritu Santo para hacer presente al Señor Jesús, cabeza de su pueblo, a través de los que son ordenados para el ministerio mediante la imposición de las manos y la oración de los obispos».

La oración de toda la Iglesia por los electores del Papa se basa en la fe en que el Espíritu Santo puede y quiere actuar a través de la libertad humana de los cardenales, enderezándola, sin quebrarla, al fin que Dios persigue: seguir actuando, por medio de la Iglesia, la salvación de la Humanidad.