IV. Unicidad y unidad de la Iglesia - Alfa y Omega

IV. Unicidad y unidad de la Iglesia

El Santo Padre Juan Pablo II, en la audiencia del día 16 de junio del año 2000, concedida al Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, ratificó y confirmó, con ciencia cierta y con su autoridad apostólica, la Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesús y de la Iglesia, y ordenó esta Declaración, cuyo texto integro Alfa y Omega ofrece a sus lectores

Papa Juan Pablo II

IV. UNICIDAD Y UNIDAD DE LA IGLESIA

'Majestad' (Cristo crucificado). Batlló (Cataluña, siglo XII)
Majestad (Cristo crucificado). Batlló (Cataluña, siglo XII).

16. El Señor Jesús, único salvador, no estableció una simple comunidad de discípulos, sino que constituyó a la Iglesia como misterio salvífico: Él mismo está en la Iglesia y la Iglesia está en Él (cf. Jn 15, 1ss; Ga 3, 28; Ef 4, 15-16; Hch 9, 5); por eso, la plenitud del misterio salvífico de Cristo pertenece también a la Iglesia, inseparablemente unida a su Señor. Jesucristo, en efecto, continúa su presencia y su obra de salvación en la Iglesia y a través de la Iglesia (cf. Col 1, 24-27)[47], que es su cuerpo (cf. 1 Co 12, 12- 13.27; Col 1, 18)[48]. Y así como la cabeza y los miembros de un cuerpo vivo aunque no se identifiquen son inseparables, Cristo y la Iglesia no se pueden confundir pero tampoco separar, y constituyen un único Cristo total[49]. Esta misma inseparabilidad se expresa también en el Nuevo Testamento mediante la analogía de la Iglesia como Esposa de Cristo (cf. 2 Cor 11, 2; Ef 5, 25-29; Ap 21, 2.9)[50].

Por eso, en conexión con la unicidad y la universalidad de la mediación salvífica de Jesucristo, debe ser firmemente creída como verdad de fe católica la unicidad de la Iglesia por Él fundada. Así como hay un solo Cristo, uno solo es su cuerpo, una sola es su Esposa: una sola Iglesia católica y apostólica[51]. Además, las promesas del Señor de no abandonar jamás a su Iglesia (cf. Mt 16, 18; 28, 20) y de guiarla con su Espíritu (cf. Jn 16, 13) implican que, según la fe católica, la unicidad y la unidad, como todo lo que pertenece a la integridad de la Iglesia, nunca faltaran[52].

Los fieles están obligados a profesar que existe una continuidad histórica -radicada en la sucesión apostólica-[53] entre la Iglesia fundada por Cristo y la Iglesia católica: Ésta es la única Iglesia de Cristo […] que nuestro Salvador confió después de su resurrección a Pedro para que la apacentara (Jn 24, 17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28, 18ss.), y la erigió para siempre como «columna y fundamento de la verdad » (1 Tm 3, 15). Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste [subsistit in] en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él[54]. Con la expresión subsistit in, el Concilio Vaticano II quiere armonizar dos afirmaciones doctrinales: por un lado, que la Iglesia de Cristo, no obstante las divisiones entre los cristianos, sigue existiendo plenamente sólo en la Iglesia católica, y, por otro lado, que fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad[55], ya sea en las Iglesias que en las Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica[56]. Sin embargo, respecto a estas últimas, es necesario afirmar que su eficacia deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica[57].

17. Existe, por lo tanto, una única Iglesia de Cristo, que subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el Sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él[58]. Las Iglesias que no están en perfecta comunión con la Iglesia católica, pero se mantienen unidas a ella por medio de vínculos estrechísimos como la sucesión apostólica y la Eucaristía válidamente consagrada, son verdaderas iglesias particulares[59]. Por eso, también en estas Iglesias está presente y operante la Iglesia de Cristo, si bien falta la plena comunión con la Iglesia católica al rehusar la doctrina católica del Primado, que por voluntad de Dios posee y ejercita objetivamente sobre toda la Iglesia el Obispo de Roma[60].

Por el contrario, las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico[61], no son Iglesia en sentido propio; sin embargo, los bautizados en estas Comunidades, por el Bautismo han sido incorporados a Cristo y, por lo tanto, están en una cierta comunión, si bien imperfecta, con la Iglesia[62]. En efecto, el Bautismo en sí tiende al completo desarrollo de la vida en Cristo mediante la íntegra profesión de fe, la Eucaristía y la plena comunión en la Iglesia[63].

Por lo tanto, los fieles no pueden imaginarse la Iglesia de Cristo como la suma -diferenciada y de alguna manera unitaria al mismo tiempo- de las Iglesias y Comunidades eclesiales; ni tienen la facultad de pensar que la Iglesia de Cristo hoy no existe en ningún lugar y que, por lo tanto, deba ser objeto de búsqueda por parte de todas las Iglesias y Comunidades[64]. En efecto, los elementos de esta Iglesia ya dada existen juntos y en plenitud en la Iglesia católica, y sin esta plenitud en las otras Comunidades[65]. Por consiguiente, aunque creamos que las Iglesias y Comunidades separadas tienen sus defectos, no están desprovistas de sentido y de valor en el misterio de la salvación, porque el Espíritu de Cristo no ha rehusado servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de la gracia y de la verdad que se confió a la Iglesia[66].

La falta de unidad entre los cristianos es ciertamente una herida para la Iglesia; no en el sentido de quedar privada de su unidad, sino en cuanto obstáculo para la realización plena de su universalidad en la Historia[67].