«La oración genera hombres y mujeres animados por el anhelo de amar» - Alfa y Omega

«La oración genera hombres y mujeres animados por el anhelo de amar»

El Papa ha proseguido con su ciclo de catequesis semanales dedicadas a la oración en san Pablo. Este miércoles, se centró en el sentido de la oración, como petición y súplica, pero también como alabanza y acción de gracias. En los saludos, Benedicto XVI hizo un llamamiento a poner fin a la violencia en Nigeria, «donde continúan los atentados terroristas dirigidos sobre todo contra los fieles cristianos»

RV

El Papa pide «a los responsables de las violencias» el «cese inmediatamente el esparcimiento de sangre de tantos inocentes». Además, a la luz de que, hartos de la situación, algunos jóvenes cristianos hayan decidido responder a esta ola de violencia, el Papa pide que «no se persiga la vía de la venganza», sino «que todos los ciudadanos cooperen en la edificación de una sociedad pacífica y reconciliada, en la que se tutele plenamente el derecho de profesar la propia fe».

Éste es el texto completo de la catequesis del Papa:

Nuestra oración muy a menudo tiene necesidad de ayuda. Es normal para el hombre, porque necesitamos ayuda, necesitamos de los otros, necesitamos a Dios. Por eso, para nosotros, es normal pedir algo de Dios, buscar la ayuda de Dios, y debemos recordar que la oración que el Señor nos ha enseñado, el padrenuestro, es una oración de petición y, con esta oración, el Señor nos enseña las prioridades de nuestra oración. Limpia, purifica nuestros deseos, y así limpia y purifica nuestros corazones. Así que, si es algo normal que pidamos en la oración cosas, también es normal que la oración sea una ocasión para dar gracias.

Si prestamos un poco de atención, vemos que de Dios recibimos tantas cosas buenas. Es tan bueno con nosotros, y conviene que le demos las gracias. Y debe ser también una oración de alabanza. Nuestro corazón está abierto, porque a pesar de todos los problemas, vemos también la belleza de su creación, la bondad que se muestra en su creación. Así que debemos no sólo rogar, sino también alabar y dar las gracias. Sólo así nuestra oración es completa.

El sentido del misterio

En sus cartas, san Pablo habla no sólo de la oración, sino que éstas contienen oraciones: oraciones de solicitud, pero también de alabanza y bendición por todo lo que Dios ha hecho y sigue ofreciendo en la historia de la humanidad.

Hoy quiero centrarme en el primer capítulo de la Epístola a los Efesios, que comienza con una oración, que es un himno de bendición, una expresión de gratitud y alegría. San Pablo bendice a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque en Él nos hizo «conocer el misterio de su voluntad» (Ef 1, 9). Realmente, es motivo de acción de gracias que Dios nos descubra su voluntad con nosotros, por nosotros.

El misterio de su voluntad Mysterion, (misterio), es un término que se repite con frecuencia en la Sagrada Escritura y en la Liturgia. No quiero entrar ahora en la filología del lenguaje común, que indica lo que no se puede conocer, una realidad que no podemos abarcar con nuestra propia inteligencia. El himno que abre la Carta a los Efesios nos lleva de la mano hacia un significado más profundo de este término y de la realidad que nos muestra. Para los creyentes, misterio no es tanto lo desconocido, cuanto la voluntad misericordiosa de Dios, su designio de amor que en Jesucristo se revela plenamente y nos ofrece la posibilidad de «comprender con todos los santos, cuál es la anchura, la longitud, la altura y profundidad, y conocer el amor de Cristo» (Efesios 3, 18-19). El misterio desconocido de Dios se revela, y es que Dios nos ama y nos ama desde el principio, desde la eternidad.

Aprender a dar gracias a Dios

Hagamos una pequeña pausa sobre esta oración solemne y profunda: «Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Ef 1, 3). San Pablo utiliza el verbo euloghein, que normalmente se traduce por la palabra hebrea barak, es decir: alabar, glorificar, dar gracias a Dios el Padre como el origen de los bienes de la salvación, como Aquél que «nos ha bendecido con toda bendición espiritual en los cielos en Cristo».

El Apóstol da las gracias, alaba, pero también reflexiona sobre las razones de esta alabanza, de este agradecimiento, presentando los elementos clave del plan divino y sus etapas. En primer lugar tenemos que bendecir a Dios Padre, porque según san Pablo, «Dios nos ha elegido en él, antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor». (v. 4). Lo que nos hace santos y sin mancha es la caridad. Dios nos ha llamado a la existencia, a la santidad, y esta elección precede incluso la creación del mundo.

Desde siempre estamos en el designio de Dios, en su pensamiento. Con el profeta Jeremías, podemos afirmar también nosotros que, antes de formarnos en el vientre de nuestra madre, Él ya nos conocía (cf. Jr 1, 5), y conociéndonos nos amó. La vocación a la santidad, es decir, a la comunión con Dios, pertenece al plan eterno de este Dios, un diseño que se extiende a la historia y comprende a todos los hombres y mujeres del mundo, porque es una llamada universal. Dios no excluye a nadie, su proyecto es sólo para de amor. San Juan Crisóstomo afirma: «Dios mismo nos ha hecho santos, pero no estamos llamados a permanecer santos. Santo es aquel que vive por la fe» (Homilías sobre la Epístola a los Efesios, 1, 1, 4).

Continúa san Pablo: Dios nos ha predestinado, nos ha elegido para ser «hijos adoptivos por medio de Jesucristo», para ser incorporados a su Hijo Unigénito. El apóstol pone de relieve la gratuidad de este maravilloso plan de Dios para la humanidad. Dios nos escoge a nosotros, no porque seamos buenos, sino porque Él es bueno. En la antigüedad existía sobre la bondad una frase latina bonum diffusivum sui: la esencia de lo bueno nos comunica, se extiende, porque Dios es la bondad, es comunicación de bondad, quiere comunicar su bondad a nosotros y nos quiere hacer buenos y santos.

«Somos propiedad de Dios»

En el centro de la oración de bendición, el apóstol muestra la forma en que se lleva a cabo el plan de salvación del Padre en Cristo, en su Hijo amado. Escribe: «En él hemos sido redimidos por su sangre y hemos recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia» (Efesios 1, 7). El sacrificio de la cruz de Cristo es el acontecimiento único e irrepetible con el que el Padre ha mostrado de manera luminosa su amor por nosotros, no sólo de palabra, sino de manera concreta, Dios es tan real y su amor se concretiza, que entra en la historia, se hace el mismo hombre para ver lo que se siente, cómo es este mundo creado y acepta el camino del sufrimiento de la pasión, padeciendo incluso la muerte. Tan real es el amor de Dios que participa en nuestro ser, no sólo eso, sino en nuestro sufrir y morir.

El sacrificio de la cruz significa que llegamos a ser propiedad de Dios, porque la sangre de Cristo nos redimió del pecado, nos limpia de todo mal, nos saca de la esclavitud del pecado y de la muerte. San Pablo nos invita a considerar qué tan profundo es el amor de Dios que transforma la historia, que ha transformado su propia vida de perseguidor de los cristianos a apóstol incansable del Evangelio. Hagámonos eco una vez más, de las tranquilizadoras palabras de la Epístola a los Romanos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿no nos concederá con él toda clase de favores?… Porque tengo la certeza de que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni los poderes espirituales, ni lo alto ni lo profundo, ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 31-32.38-39). De esta certeza: «Dios está con nosotros», ninguna criatura podrá separarnos, porque su amor es más fuerte. Tenemos que entrarla en nuestro ser, en nuestra conciencia de cristianos.

Por último, la bendición divina se cierra con una referencia al Espíritu Santo, que ha sido derramado en nuestros corazones; el Paráclito que hemos recibido como sello prometido. «Ese Espíritu —dice Pablo— es el anticipo de nuestra herencia y prepara la redención del pueblo que Dios adquirió para sí, para alabanza de su gloria» (Ef 1, 14).

Camino de redención

La redención no está aún completa —lo percibimos—, sino que alcanzará su cumplimiento pleno cuando los que Dios ha comprado sean salvados en su totalidad. Todavía estamos en el camino de la redención, cuya esencial realidad es dada con la muerte y resurrección de Jesús. Estamos en camino hacia la plena liberación de los hijos de Dios. Y el Espíritu Santo es certeza de que Dios cumplirá su plan de salvación, cuando reunirá «todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1, 10).

San Juan Crisóstomo comenta sobre este punto: «Dios nos eligió para su fe en nosotros y ha impreso en nosotros el sello para la herencia de la gloria futura» (Homilías sobre la Epístola a los Efesios 2, 11-14). Tenemos que aceptar que el camino de la redención es también un camino nuestro, porque Dios quiere criaturas libres, que digan libremente. Pero ante todo, éste fue su camino. Ahora estamos en sus manos y tenemos la libertad de proseguir por el camino abierto por Él. Vamos en este camino de la redención y avanzando con Cristo percibimos que la redención se realiza.

La visión que nos presenta san Pablo en esta gran oración de bendición nos ha conducido a contemplar la acción de las tres personas de la Santísima Trinidad: el Padre, quien nos escogió antes de la creación del mundo, que nos pensó y creó; el Hijo que nos redimió mediante su sangre y el Espíritu Santo, anticipo de nuestra redención y de la gloria futura. En la oración, nos abrimos a la contemplación de este gran misterio, que es el plan divino de amor en la historia humana, en nuestra historia personal. En la oración constante, en la relación diaria con Dios, aprendemos también nosotros, como san Pablo, a vislumbrar cada vez más claramente los signos de este diseño y esta acción: en la belleza del Creador que emerge en sus criaturas (cf. Ef 3, 9), como canta san Francisco de Asís: «Alabado seas mi Señor, con todas tus criaturas» (Tus FF 263).

La belleza de la creación y de la santidad

Es importante estar atentos —precisamente en este tiempo de vacaciones— a la belleza de la creación y ver translucir en esta belleza el rostro de Dios. En sus vidas, los santos muestran de forma luminosa qué puede hacer el poder de Dios en la debilidad del hombre y qué puede hacer también en nosotros. En toda la historia de la salvación, en la que Dios se ha acercado a nosotros, Él espera con paciencia nuestros tiempos, comprende nuestras infidelidades, alienta nuestros esfuerzos y nos guía.

En la oración aprendemos a ver los signos de este plan misericordioso en el camino de la Iglesia. Así crecemos en el amor de Dios, abriendo la puerta para que la Santísima Trinidad venga a habitar en nosotros, ilumine, caliente y guíe nuestras vidas. «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él» (Jn 14, 23), dice Jesús, prometiendo a sus discípulos el don del Espíritu Santo, que enseñará todo. San Ireneo dice que en la Encarnación, el Espíritu Santo se acostumbró a estar en el hombre. En la oración, debemos acostumbrarnos a estar con Dios Esto es muy importante, porque aprendemos a estar con Dios y así vemos cuán hermoso que es estar con Él, que es la redención.

Queridos amigos, cuando la oración alimenta nuestra vida espiritual nos volvemos capaces de conservar lo que san Pablo llama «el misterio de la fe» en una conciencia pura (cfr. 1 Tm 3, 9). La oración, como manera de acostumbrarse a estar con Dios, genera hombres y mujeres animados, no por el egoísmo, el afán de poseer, la sed de poder, sino por la gratuidad, el anhelo de amar, la sed de servir, animados por Dios, y sólo así, se puede llevar la luz a la oscuridad del mundo.

Quisiera concluir esta catequesis con el epílogo de la Carta a los Romanos. Con san Pablo, también nosotros demos gloria a Dios, porque nos ha dicho todo acerca de sí mismo en Jesucristo y nos ha donado el Consolador, el Espíritu de la verdad. San Pablo escribe en la final de la Carta a los Romanos: «¡Gloria a Dios, que tiene el poder de afianzarlos, según la Buena Noticia que yo anuncio, proclamando a Jesucristo, y revelando un misterio que fue guardado en secreto desde la eternidad y que ahora se ha manifestado! Éste es el misterio que, por medio de los escritos proféticos y según el designio del Dios eterno, fue dado a conocer a todas las naciones para llevarlas a la obediencia de la fe. ¡A Dios, el único sabio, por Jesucristo, sea la gloria eternamente! Amén» (16, 25-27).