La piedad eucarística que el futuro Pablo VI aprendió de su madre - Alfa y Omega

La piedad eucarística que el futuro Pablo VI aprendió de su madre

Antonio R. Rubio Plo
Foto de familia. El pequeño Giovanni Battista Montini en el medio, entre sus padres. Foto: Oficina de Prensa de la Santa Sede

La madre es la primera educadora de un hijo y la que está destinada a influir decisivamente en su existencia. Lo ha acompañado en su nacimiento y lo seguirá haciendo con el correr del tiempo, en la cercanía y en la distancia. Esto se vive con intensidad en las personas cercanas a Dios. Se aplica, sin duda, a Giuditta Alghisi (1874-1943), madre del beato Pablo VI. A ella le dirigía Giovanni Battista Montini estas palabras, el 7 de febrero de 1943, tras el fallecimiento del padre, Giorgio: «Ahora eres tú, mamá, la que humanamente me sostiene y me guía; pero no para replegar la mirada y el afecto sobre la casa terrena, sino para extraer de ella un estímulo y una energía aún mayores con el fin de servir fielmente al reino de Dios, como siempre me habéis enseñado al unísono».

Giuditta Alghisi era el alma de la familia Montini, donde se fundían de forma singular la fe y la cultura, que no eran extrañas entre sí ni estaban desarraigadas de la vida corriente. Mujer sencilla y de profunda sensibilidad, influyó, por ejemplo, en la afición del joven Giovanni Battista por la cultura francesa. El catolicismo intelectual de la primera mitad del siglo XX en Francia constituyó una llamada de atención para el futuro Papa, no tanto por ofrecer un elenco de sorprendentes conversiones, sino por sugerir caminos íntimos y personales de la continua búsqueda de Dios por el hombre. Esas lecturas alimentaron la vida interior de Giuditta que, por cierto, falleció repentinamente el 17 de mayo de 1943 cuando estaba leyendo uno de los sermones de Bossuet. Con todo, hay quien asegura que la cultura puede alimentar el orgullo y la autosuficiencia, pero esto no ocurrirá si no separamos la cultura de la fe. No lo hizo Giuditta Alghisi, siempre dispuesta a conservar y a transmitir todas las riquezas espirituales de su corazón. La vida interior no es cuestión de sobreabundancia de lecturas, pues el Espíritu sopla donde quiere (Jn 3, 8), aunque no es menos verdad que un libro es como la leña que aviva la hoguera de la oración. De esto sabía mucho aquel gran admirador de santa Teresa de Jesús que fue Pablo VI, el que la proclamó doctora de la Iglesia.

Tradición cristiana y el mundo clásico

Giuditta, mujer de oración y silencios, se asemejaba a la luz en el candelero que se consume en solitario, pero que también sirve para alumbrar a los demás (Mt 5, 15), un símil apreciado por Pablo VI y recogido en las notas de un retiro pocas semanas después de ser elegido Papa. A decir verdad, Giuditta no parecía prodigarse en palabras y era más propensa a expresarse con una mirada o un gesto de afecto, aunque, a la vez, podía mostrarse decidida y enérgica, capaz de infundir un optimismo de fe profunda a un hijo que se encontraba lejos. Fue el caso de Giovanni Battista, cuando era un diplomático vaticano destinado en Varsovia en 1923, al sentirse arrastrado por pensamientos en los que daba vueltas a sus incapacidades e insuficiencias y se preguntaba por un mañana incierto. La respuesta de la madre a un hijo agobiado, viviendo en un país del que apenas conocía el idioma, era la misma del celebrante después del ofertorio: Sursum corda! Se trata de una llamada a levantar el ánimo, pese a los momentos grises de la vida, cuando no resulta sencillo escudriñar las causas del propio malestar. Cuando los pasos se hacen inciertos y el trabajo resulta más arduo que de costumbre, es la hora de levantar el corazón al Señor, que puede permitir esos altibajos para que nos agarremos con fuerza a Él. La carta de la madre al hijo mezcla en las dosis adecuadas la autoridad y el amor, la energía y la compasión, y al mismo tiempo invita a no dejarse influir por una estéril sensación de tristeza. Quien conozca el contexto intelectual de la familia Montini, percibirá a veces, en los escritos del padre y de la madre, la confluencia de las tradiciones cristiana y del mundo clásico, pues no es casual que en la casa familiar se pudiera leer esta cita de Salustio, prius quam incipias consulto, una llamada a considerar las acciones antes de ponerlas en práctica.

Otra influencia de Giuditta Alghisi en Pablo VI es la devoción a la Eucaristía. En una carta de 1921, la madre transmitía al hijo sus vivencias en Brescia durante una procesión del Corpus, en la que una multitud cantaba himnos al Sagrado Misterio, «como si cada uno tuviese el espíritu en los labios y la alegría del corazón extendida en la mirada». El futuro Papa aprendió de su madre que la Eucaristía no se puede reducir a un símbolo o a un sentimiento vacío. No es una devoción que aleja al cristiano de las realidades cotidianas, ni lo aparta de los demás hombres. La auténtica piedad eucarística, la profesada por Giuditta, se traduce en amor a los hermanos. Lo resaltará su hijo, el Papa Montini, en la encíclica Mysterium didei: «El culto de la divina Eucaristía mueve muy fuertemente el ánimo a cultivar el amor social, por el cual anteponemos el bien privado al bien común, […] y extendemos la caridad a todo el mundo, porque sabemos que por doquier existen miembros de Cristo».