Portugueses y gallegos se disputan el honor de su nacimiento, que debió ser a principios del siglo X.
Hijo de don Gutierre, que tenía posesiones en Orense —donde habitualmente vivía la familia, en la cuenca del Arnoya—, y de doña Ildaura oriunda de Portomarín. Había un inconveniente serio en la familia: todos los hijos de Ildaura —que llegó a ser santa— se le morían.
Cuando el rey Alfonso III hacía la guerra a los portugueses en tierras de Coimbra, le acompaña don Gutierre, con los otros nobles, en la contienda. Doña Ildaura agota los medios sobrenaturales a su alcance rogando por su posteridad; hace una peregrinación con súplicas y lágrimas y se pone bajo la protección de san Miguel Arcángel.
Nació Rosendo el 26 de noviembre del 907. Lo bautizó Sabarico, tío paterno del recién nacido. Ante el acontecimiento, agradecidos los padres, intensifican las buenas obras construyendo y dotando monasterios.
Rosendo pasa a Mondoñedo para formarse en el monasterio. Ya con doce años, en el 919, aparece su firma con la de reyes y nobles, en la escritura con la que su tío el rey Ordoño II otorga diploma a la iglesia de León.
Es nombrado obispo cuando solo tiene dieciocho años, en el 925. Sucede a su tío Sabarico en la sede de Mondoñedo. Pide al Señor la paz que buena falta hacía entre su pueblo. Se gana la confianza de los abades del entorno, dirime contiendas entre los nobles, soluciona pleitos, reconcilia penitentes y aconseja en las dudas; también apaga rencores, cura las heridas de la envidia tan presente en todos los tiempos, pacifica matrimonios, sofoca conspiraciones y serena ánimos inquietos.
Abundando en el influjo social, contribuye poderosamente en la abolición de la esclavitud.
Construye también el monasterio de Celanova. Pide tierras a su hermano Fruela y prima Jimena. Ocho años tarda en ponerse en pie la obra que termina siendo el punto de encuentro de la cristiandad gallega y el blanco de las miradas de los monasterios.
En medio de tanta actividad, él sigue añorando el monasterio, la paz y compañía de sus monjes. Pero en el año 955 le llega una orden un tanto extraña del rey Ordoño III. Ahora comienza a ser, además de obispo, militar y político de su tiempo. Lo ha hecho el rey gobernador de las tierras hasta el mar. Tiene que aprender la alternancia de los salmos con las órdenes y a machihembrar las bendiciones con la espada. Pasan los moros el Mondego y llegan hasta el Miño; allá han de vérselas con Rosendo, que supo ser fiel ya como obispo ya como guerrero. Luego, los normandos invadieron, en el 968 y por mar, las costas de su territorio; los expulsa de sus feudos mandándoles a don Gonzalo.
Parece que el monje frustrado podrá al fin realizar sus sueños de soledad y retiro porque las labores militares y las de gobierno, las agrícolas e industriales han quedado bien aseguradas; no necesitan ya de su defensa y amparo. Ahora sí, piensa Rosendo, podré entrar en el monasterio de Celanova donde hace tiempo pidió al abad san Franquila: «Padre, el hábito y un rincón». Pero… hay otro «pero». La sede de Santiago queda vacante en ese tiempo y es la infanta Margarita, tutora del rey don Ramiro III, quien le insta para que la acepte. Cuida de nuevo del clero, rehace monasterios, atiende a los fieles, asegura aspectos civiles de los bienes eclesiásticos, asiste al concilio de León acompañado por san Pedro de Mezonzo e impregna de dinamismo apostólico a los clérigos y a los monjes.
Pudo pasar los tres últimos años de su vida en el monasterio de Celanova, rezando, predicando y dando ejemplo.
Murió el 1 de marzo del 977.
Que es santo no cabe duda. Que hizo de casi todo es cierto; supo servir con Dios a su pueblo. Que mezcló la cruz con la espada es cosa propia de la época. Lo que se prueba en la historia no obsta para ampliar su figura con el paso del tiempo. Las gasas de la leyenda añadieron rasgos abundantes con gran cantidad de intervenciones sobrenaturales de San Miguel, su protector, que bajaba con él al coro del monasterio y le iluminaba con sus alas para que hiciera bien sus rezos.