Qué alegría siento cuando me fijo en la santidad que, de una manera clara y patente, aparece en miembros del Pueblo de Dios. Hay que saber mirar con los ojos del Señor para verla. Os invito por unos instantes a que, en estas fiestas de Todos los Santos y Todos los Difuntos, contemplemos esa santidad entre los que el Papa Francisco llama «los santos de la puerta de al lado».
Sí, de la puerta de al lado. Personas que vivieron hace muchos años, otras con las que hemos vivido o estamos viviendo, que aún no han sido canonizadas, pero que tenemos delante de nosotros. Miremos a las personas que hace muy pocos días elevó a los altares el Papa Francisco: Nunzio Sulprizio, Nazaria Ignacia, Katharina Kasper, Vincenzo Romano, Francesco Spinelli, Óscar Romero y Pablo VI. Pero también a quienes vivieron junto a nosotros y conocimos, que amaron, sirvieron y gastaron la vida a favor de los otros; trabajadores en todos los campos, madres y padres de familia que supieron dejar la herencia más bella a sus hijos, transmitida no con bienes efímeros, sino con el bien más grande: la fe en Jesucristo comunicada con obras y palabras. Y a gentes pacientes y buenas que viven a nuestro lado, padres y madres que en medio de las dificultades de la vida crían a sus hijos y les transmiten la belleza que adquiere el ser humano cuando tiene la vida misma de Dios. Hay hombres y mujeres que desde muy temprana mañana salen de sus casas para traer el pan para los suyos, o que sacrifican salidas para estar con sus mayores enfermos y sin posibilidad de valerse por sí mismos; jóvenes y niños que, viendo a sus padres y abuelos, perciben la necesidad de ayudarlos cumpliendo su deber como lo hiciera Jesús en la casa de Nazaret.
Damos gracias a Dios en Todos los Santos y Todos los Difuntos porque nuestra Santa Madre Iglesia nos da la posibilidad de contemplar a los santos canonizados que, con su ejemplo de seguimiento a Jesucristo, nos iluminan un camino que también nosotros podemos elegir; y también nos permite rezar por los que nos precedieron y ver en ellos no solamente a quienes nos dieron rostro humano y lo mejor de ellos mismos, sino a quienes, junto a nosotros, confesaron o confiesan la verdad y nos sirvieron y sirven santamente. Ellos y nosotros sabemos de verdad todo lo que nos dieron.
Dejémonos fascinar, estimular y atraer por quienes de una forma heroica en momentos difíciles, o de una manera sencilla, vivieron en su vida la fe y la caridad. Los que somos nacidos en un pueblo quizá nos damos cuenta cuando somos mayores de que su manera de relacionarse, ayudarse entre ellos, cultivar una cultura con las características del encuentro y relacionarse no por la ideas que unos u otros pudieran tener, la solidaridad emprendida en momentos fáciles y difíciles, o el estar todos juntos en las alegrías y las penas, fraguaron los acontecimientos decisivos de la historia de ese pueblo. De estas personas nada dicen los libros pero, con una santidad no cacareada sino vivida en lo cotidiano, en la convivencia, fueron artífices silenciosos de vida, fraternidad, acogida, creatividad y eliminación de descartes de todo tipo.
Recurriendo a las palabras del profeta Jeremías, «antes de formarte en el vientre materno, te elegí; antes que salieras del vientre materno te consagré» (Jr 1,5), quiero recordar tres aspectos que nos regalan los santos que han pasado a nuestro lado:
1. Tenemos una misión que hemos de cumplir. Piensa en ella, tú, como padre o madre, como hijo o hija, como trabajador o estudiante, como abuelo o abuela, como empresario o empleado, como político, como educador, como creador, como artesano, viviendo en una gran ciudad o en un pueblo. ¿Te has dado cuenta de que, para quien se acerca a Jesucristo, es impensable pasar por este mundo sin hacer un camino de santidad? Cada uno de nosotros tiene unas características que tienen que estructurar nuestra persona: somos misión y somos proyecto. En momentos diferentes de la historia, en circunstancias muy diversas, aprende a vivir de Jesucristo. Haz un seguimiento de su persona, muere y resucita permanentemente con Él.
2. Esa misión realízala en la actividad. Me he acostumbrado a rezar una oración de san Pedro Poveda: «Que yo piense lo que Tú quieres que piense, que yo quiera lo que Tú quieres que quiera, que yo hable lo que Tú quieres que hable, que yo obre lo que Tú quieres que obre. Esa es mi única aspiración en la vida». ¿Acaso no queremos construir el Reino de Dios? Para hacerlo hemos de pensar, querer, hablar y obrar como Cristo, con el mismo empeño por construir su Reino de amor, paz, justicia, verdad y vida para todos. Vivamos con Cristo los esfuerzos, renuncias, alegrías y pasiones, los momentos de silencio y de encuentro con el otro, la oración y el servicio… Todo eso que hacéis en la familia, verdadera iglesia doméstica, en el trabajo, en el estudio, en ser buscadores de la convivencia.
3. Con hombres y mujeres, jóvenes, niños y ancianos verdaderamente vivos y más y más humanos, con el humanismo de Cristo. Estaréis de acuerdo conmigo en que, siempre que hablamos de santidad, es como si estuviésemos hablando de hombres y mujeres de otro mundo. Y no. Hablamos de nosotros mismos. Recordemos las palabras de Jesucristo: «No he venido a buscar a los justos sino a los pecadores» o «no necesitan médico los sanos sino los enfermos». Vino a buscar a todos los hombres. La santidad no es para unos pocos, Cristo la ofrece a todos los hombres. Y la santidad no es para los que están fuera del mundo, es para los que están dentro y desean ofrecer un proyecto alternativo para todo ser humano, no ofrecido por hombres, sino por un Dios que se hizo Hombre. No tengamos miedo a la santidad. ¿Sabes lo que es no depender de esclavitudes que rompen, dispersan, dividen, enfrentan, manipulan agreden y, en definitiva, no dejan vivir la propia dignidad? No tengas miedo a vivir en el horizonte, el ambiente y la fecundidad de la santidad. Te haces más contemporáneo de los hombres, entre otras cosas porque acercas la presencia de Dios a la historia con tu propia vida. Te haces más humano, con el humanismo verdad que nos revela y regala Jesucristo.