Yo era un apocalíptico - Alfa y Omega

«Qué mal está la juventud» es un mantra que parece actual, pero recorre la historia humana desde el principio. Decía Sócrates, 2.500 años antes de Cristo: «La juventud de hoy ama el lujo. Es maleducada, desprecia la autoridad, no respeta a sus mayores y chismea mientras debería trabajar. Los jóvenes ya no se ponen de pie cuando los mayores entran al cuarto. Contradicen a sus padres, fanfarronean en la sociedad, devoran en la mesa los postres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros».

La juventud siempre ha estado mal para quien ya colecciona los cumpleaños. Como si uno, cuando se aleja de las edades tempranas, cambiase las utopías y el gamberrismo por la queja y la añoranza. «Todo pasado fue mejor», se dice también. O «en mis tiempos esto no pasaba». «Los jóvenes ya no son lo que eran» es un mantra de todas las épocas, digo. Pero el apocalíptico de nuestro tiempo tiene otros más específicos, que yo mismo he pronunciado a veces, en el pasado. Por ejemplo: «Las redes sociales son nocivas»; «los templos están vacíos»; «los selfis son el síntoma de nuestra lepra existencial»; «ya no hay poetas de verdad»; «los dibujos animados son peores, más indecentes»; «mira cómo se viste ahora, qué desvergüenza» y «qué barbaridad de letras», en la música. Cuando uno escucha o lee a un apocalíptico, se tiene la sensación de que de un momento a otro descenderán del cielo los ángeles del último día con sus trompetas.

Ah, qué pereza.

Yo era un apocalíptico. He dejado de serlo, con el paso del tiempo, y he llegado a la misma conclusión que don Miguel Delibes, ahí es nada. Este dice que las cosas no son alegres o tristes, buenas o malas, sino que reflejan el tono con que nosotros las envolvemos. Dice también: «Me percaté entonces de que la alegría es un estado del alma y no una cualidad de las cosas». Así, le diría al catastrofista que las redes sociales, como todo, depende. Que los jóvenes de hoy son en muchos sentidos más sanos que los de ayer, y más libres y más prometedores; lo veo en mis alumnos. Los selfis, mira, me ayudan a colonizar esas zonas de mí que había entregado a una timidez enfermiza, que en el fondo era falta de amor propio y enemistad con el cuerpo. Y poetas, los hay por todas partes y en todos los tiempos. Me gusta este siglo, con sus tecnologías y sus guaridas para la vida lenta. Me gusto yo. Me gusta la vida pese a todas sus bofetadas. Me gusta estar aquí, respirando, sin saber cuántos días me quedan, en este raro universo del que no sabemos nada. Me gusta no saber nada.

Hace años, pensaba mucho más que ahora en la muerte o en el sentido de la existencia. Llamadme cínico, pero la verdad es que no me importan mucho estas cuestiones. Estoy bastante ocupado trabajando para pagarme el alquiler y las multas de tráfico y solucionando mis aventuras de padre separado y no me queda tiempo para la escatología. Decía en Instagram el genial Ernesto Artillo que «no hay nada más fin del mundo que las flores de plástico, especialmente si están en el pelo de una mujer». De momento, estos fines del mundo son los únicos que me interesan.