No me hagan responsable - Alfa y Omega

No te imagino discutiendo con tu pareja.

Esto me lo dijo una lectora en un encuentro sucedido hace bien poco en Madrid.

Otra verbalizó: tú seguro que nunca te enfadas.

Y me asusté, como es lógico. No es la primera vez que detecto en mis lectores una suerte de expectativa moral. Como si yo fuera, en lo secreto, un espíritu con apariencia de hombre. Hace tiempo, en fin, que mis alarmas saltaron y desde entonces estoy en guerra contra Jesús Montiel. Me refiero a ese personaje que algunos han fabricado tras leer alguno de mis libros. Ese autor iluminado.

Quizá la culpa sea mía por hablar tanto del amor, me he dicho a veces, y sea yo el creador de ese personaje ficticio. Pero no. No he dejado de repetirlo en público, para que nadie se lleve a engaño: peleo mucho con mi pareja, no saben hasta qué punto. Sufro demonios como la envidia y la ira, me levanto malhumorado o me quejo al volante cuando hay mucho tráfico. A veces la vida me parece un idioma incomprensible, bordeo el infierno y me desespero. Yo soy el hilo de cobre, no la luz. El dedo que señala a la luna, no la luna. Soy una ventana churretosa por la que la luz entra en una estancia. Del mismo modo, hay curas que sufren depresión, que tienen serias dudas a la hora de acostarse, que se enamoran de una mujer y cuelgan los hábitos. Hay monjes que sufren tendencias suicidas o que viven su ateísmo a escondidas de su padre espiritual. Hay directores de cine —pienso, por ejemplo, en el estadounidense Terrence Malick—, que se han casado tres veces, aunque intuyan y filmen el amor más elevado. Hay ser humano, en fin, detrás de cada obra, por farmacéutica que esta pueda ser. Hay fragilidad, un corazón vulnerable asaltado por todos los flancos. La vida es así para todos: un combate del que nadie sale ileso. La gente necesita héroes, pero los héroes no existen. O todos somos héroes, en realidad.

Hace poco, en un taller de escritura al que fui invitado, noté perfectamente esas expectativas de las que hablo. Una mirada devota, esperanzada. Como la del creyente que ve salir al santo. Y dediqué el taller, mayormente, a deconstruir esa estatuilla que algunos creen que yo soy. Me mostré complejo, absurdo, un delincuente sentimental. Y me quedé en la gloria, oigan. Igual que Francisco de Asís cuando lanzó por la ventana de casa las preciadas telas. Aunque me consta que algunos ya no volverán a leerme del mismo modo. Me da lo mismo. Creo, estoy convencido, que quien idolatra tiene un problema serio. Porque los ídolos se acaban cayendo. Todos.

Quisiera recalcar que escribo sobre el amor desde la honestidad. Que hablo de Dios porque lo busco. Porque tengo sed de sentido. Que mis libros se escriben solos, sin cálculo ni alevosía. Fluyen. Que la realidad me parece sexy y continuamente me guiña el ojo, y yo bailo con ella encantado. Pero no me hagan responsable de lo que piensen que soy. Mis libros tienen vida más allá de mí, yo solo soy la aguja del sismógrafo. Como afirmó Arvo Pärt, las metas que se propone el artista lo exceden. La obra supera las dimensiones del autor, sus límites. La obra se emancipa de las condiciones previas, realmente desfavorables.

Lean libros, escuchen música, miren cuadros, pero dejen en paz a los artistas.