Una prestigiosa oncóloga pediatra me repetía incansablemente, una vez, que «hay mucha más vida dentro de la enfermedad que fuera de ella, porque todo lo que vives cuando estás enfermo, es mucho más real que cuando estás sano». La confirmación a estas palabras me ha llegado al conocer a Nacho de Llano, Montse Varela y sus cinco hijos. La menor, Celia, sólo tenía nueve meses cuando les anunciaron que su única posibilidad para seguir con vida era que la operaran en Boston. Sufría una cardiopatía congénita muy grave, y tan sólo la intervención y cinco días en el hospital costaban 150.000 euros.
Rechazado el crédito personal que pidieron y sin tiempo para esperar a que el Banco les respondiera sobre una ampliación de la hipoteca, Montse y Nacho lanzaron un grito de socorro a través de Facebook. Necesitaban no sólo dinero, sino sobre todo cientos, miles de oraciones para que se produjera el milagro. Al poco tiempo, y después de que periódicos, radios y televisiones se hicieran eco del llamamiento, se produjo lo imposible: Celia fue operada con éxito en Boston, gracias a la oración infatigable —y a la generosidad— de miles de personas.
Son todas esas personas las que, según Montse, merecen el galardón que el pasado lunes les otorgamos, desde la revista Misión, en el marco de los III Premios Misión a la Familia. Pero en esto —debo decirlo—, Montse se equivoca. El premio lo merecen ella, su marido y sus hijos. Y no porque hayan hecho todo lo posible para salvar a su hija —¿qué padre no lo haría?—, sino porque el modo que han tenido de afrontar la enfermedad, e incluso la posibilidad de la muerte inminente de su bebé, sobrepasa todo lo esperable e incluso exigible a unos padres. Montse y Nacho no están cabreados porque su hija tenga una dolencia que la ha puesto al límite en demasiadas ocasiones, sino más bien agradecidos a Dios por cada día que pueden disfrutar de sus sonrisas y progresos.
Durante la entrega de premios, Montse nos confesó que, alguna vez, le han dicho que todavía merecía la pena luchar por Celia porque aún no tenía lesiones cerebrales y podría tener cierta calidad de vida en el futuro. A lo que ella contestó con un rotundo «¡Siempre, siempre merece la pena luchar!». Porque la calidad de vida de una persona no se mide por el grado de salud del que ésta goce, sino más bien por las dosis de amor que recibe de su familia y, sobre todo, de Dios. Y de eso, créanme, la vida de Celia está rebosante.
Como decía aquella oncóloga pediatra, hay mucha más vida dentro de la enfermedad que fuera de ella, y este matrimonio humilde, sin deseo alguno de notoriedad, me ha enseñado que precisamente los sucesos más inesperados e incluso dolorosos son el camino más directo hacia Dios. Quién sabe si Celia se recuperará del todo, algún día —rezo para que así sea-—, o si usted o yo moriremos mañana; pero de lo que no hay duda es de que la vida, nuestra vida, con sus sufrimientos —y también sus muchas alegrías—-, merece ser vivida con permanente agradecimiento de principio a fin. Siempre merece la pena. Eso sí, como dice Montse, «viviendo con los ojos puestos en Dios y en sus amorosos brazos de Padre que nos esperan algún día». Más información: www.facebook.com/Ayudaparacelia.