Viajamos a Yenín para conocer la radicalización de su población
El periodista de la RAI Giammarco Sicuro se ha encontrado con los mártires de esta ciudad del norte de Cisjordania tras la masacre del 7 de octubre
Kadrì señala un punto en el suelo, justo al lado del muro que delimita el apabullante cementerio de Yenín, ciudad palestina del norte de Cisjordania. «Aquí mataron a mi hijo», dice mientras se agacha justo encima del socavón que creó el impacto de la bomba. «En este lugar Mohammed cumplió su sacrificio», añade. Tan solo tenía 16 años, pero su padre lo llama mártir: una palabra que aquí todo el mundo utiliza para referirse a los que ofrecen su vida por la resistencia, en lucha contra los «ocupantes», como llaman con desprecio a los israelíes.
«¿Cuándo sucedió?», preguntamos a Kadrì. «Fue el 25 de octubre. El Ejército de Tel Aviv entró en el campo de refugiados, no lejos de aquí, con excavadoras, y mi hijo empezó a tirarles piedras junto a otros niños de su edad». Justo en ese momento un dron israelí atacó al grupo desde el cielo, matando a cuatro personas en el acto, todos menores, entre ellos Mohammed. «No nos atacaban con drones desde el 2003», añade Kadrì, tapando el agujero con un poco de tierra, como si quisiera apartar las miradas de ese lugar, para él sagrado y aún manchado de sangre.
Desde el 7 de octubre, las operaciones militares israelíes en Yenín se han multiplicado, con un notable aumento del número de muertos y heridos civiles. Terroristas, para los israelíes. Mártires, para los palestinos. «En tu opinión, ¿habría querido Mohammed morir así?», le pregunto. «Dar su vida por la resistencia era el sueño de su vida», responde tajante su padre mientras señala unos carteles pegados en la pared del cementerio. «Cada día, los colonos y el Gobierno de Tel Aviv nos quitan nuestras tierras, nos impiden rezar», relata Kadrì. «¿Y por eso justificas la masacre del 7 de octubre?», insisto.
Es casi la hora de la oración y Kadrì nos lleva hasta el cementerio. Nos acompaña Ibrahim, de 12 años, el menor de sus hijos. Caminamos entre las lápidas y observamos que todas tienen pegada una fotografía del mártir que está allí enterrado. Son cientos de rostros, muchos de ellos de niños, retratados con un arma en la mano y símbolos de la resistencia palestina.
—¿Te sientes más orgulloso o más triste por esta muerte?
—Prevalece el orgullo de que mi hijo sea uno de ellos, aunque hubiera deseado para él un futuro diferente. El problema es que aquí no hay futuro.
Su familia representa la clase media palestina, educada y acomodada. Kadrì es profesor de Historia y su mujer trabaja en un hospital. Una clase media que tras el 7 de octubre corre el riesgo de radicalizarse. «No hay día en el que las excavadoras israelíes no pasen por aquí. Han destruido nuestras casas, las carreteras, el acueducto, los monumentos…», explica, mostrando con las manos la desolación y la devastación que nos rodea. Las autoridades israelíes las tildan de demoliciones necesarias, enmarcadas en las redadas a las que someten diariamente a la ciudad para evitar así nuevos atentados terroristas. Sin embargo, el número de víctimas civiles ha aumentado considerablemente. 3.800 heridos y 124 muertos, 83 de ellos niños, según los datos difundidos por las autoridades palestinas. Demasiados mártires para el cementerio de Yenín, que ahora está rebosante, tanto que los residentes han tenido que apañárselas para encontrar otro lugar donde enterrar a sus seres queridos. «Aquí antes había un campo de refugiados», explica Kadrì abatido. Ahora es un gran espacio lleno de barro y escombros, en medio del cual se ven unas cuantas lápidas alineadas. En una de ellas, una familia reza por la muerte de un ser querido.
—Yo le conocía. Se llamaba Amir y tenía 46 años.
Su mujer lo llora en silencio mientras sus cuatro hijos, de distintas edades, sollozan en cuclillas a los lados de la tumba. Tienen los ojos vidriosos y la mirada perdida en el vacío.
Kadrì explica que ese hombre no tenía nada que ver con Hamás y que el bombardeo israelí le pilló por sorpresa. A continuación, comienza a rezar ante la tumba de Mohammed, mientras Ibrahim se acerca para mostrarnos algunas fotos de su hermano. Recorre con el dedo la galería fotográfica de su teléfono y no puede evitar sonreír.
El niño parece muy orgulloso de su hermano mayor, que en las fotos se muestra feliz y despreocupado. Le damos las gracias y le hacemos una última pregunta antes de abandonar la ciudad, a tiempo para cumplir con el toque de queda en Yenín.
—Ibrahim, ¿a ti también te gustaría convertirte en mártir?
—Sí.
Mientras, su padre asiente detrás de él. «También es su sueño, desde que era niño».