Vete y haz tú lo mismo
XV Domingo del tiempo ordinario
Hay preguntas que, apenas formuladas, se convierten en trampas para quien las hace. Así sucede al letrado de hoy. Jesús no hace más que llevarle de la mano para que él mismo responda a su cuestión. En este arte de descubrir las verdaderas intenciones del corazón, las que tan a menudo se esconden en nuestras preguntas retóricas, superfluas y farisaicas, Jesús es, con toda razón, el Maestro. Recurre a la historia en tercera persona, a la parábola, al ejemplo. No pone en evidencia a quien pregunta, ni le descubre su doblez. No molesta ni hiere. Simplemente ayuda para que, al final, uno mismo saque la moraleja: Anda y haz tú lo mismo.
Aquello que preguntaba el letrado -¿cómo heredar la vida eterna?- estaba claro en la Ley: en su primer y doble mandamiento. Jesús explica y aclara la Ley. Mejor aún, la completa, poniendo un ejemplo de enemigos a muerte -judío y samaritano- para desvelar la profundidad del amor cristiano. Sólo un samaritano -un enemigo formal del judío- tuvo misericordia. ¡Y qué misericordia! El texto griego no dice le dió lástima, sino se conmovieron sus entrañas. Es el mismo verbo que describe la compasión de Jesús por la gente, necesitados y enfermos. El mismo que narra la conmoción interna del padre del hijo pródigo cuando ve que retorna a casa.
El amor es una conmoción del ser, de lo más íntimo del ser, de las entrañas. En la historia de hoy, esta conmoción se da ante un enemigo que pasa necesidad. Lo que viene después es la práctica de la misericordia, en la que Cristo ha revelado su propio misterio. Porque no es difícil adivinar que en el Buen Samaritano, que desciende para auxiliar al hombre caído y maltratado, Jesús nos brinda un rasgo de su intimidad: nadie como Él se ha conmovido tanto por el hombre, cuando quiso descender a la mesa de nuestra miseria (san Agustín), pagar por nosotros, y abrirnos la posada de Dios.
En aquel tiempo se presentó un letrado y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
-Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
Él le dijo:
-¿Qué está escrito en la ley?; ¿qué lees en ella?
El letrado contestó:
-Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.
Él le dijo:
-Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.
Pero el letrado, queriendo aparecer como justo, preguntó a Jesús:
-¿Y quién es mi prójimo?
Jesús dijo:
-Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino, y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó adonde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándole aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.
¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?
El letrado contestó:
-El que practicó la misericordia con él.
Díjole Jesús: