Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios
Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. Comienza la Semana Santa / Marcos 14, 1-15, 47
Evangelio: Marcos 14, 1-15, 47
Faltaban dos días para la Pascua y los Ácimos. Los sumos sacerdotes y los escribas andaban buscando cómo prender a Jesús a traición y darle muerte. Pero decían: «No durante las fiestas; podría amotinarse el pueblo» […].
El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual […] Jesús tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:
«Tomad, esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron. Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios».
Después de cantar el himno, salieron para el monte de los Olivos […] y dice a sus discípulos: «Sentaos aquí mientras voy a orar».
Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: «Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad».
Y, adelantándose un poco, cayó en tierra y rogaba que, si era posible, se alejase de él aquella hora; y decía: «¡Abba!, Padre: tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz. Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres» […]. Condujeron a Jesús a casa del sumo sacerdote, y se reunieron todos los sumos sacerdotes y los escribas y los ancianos. […]. Le preguntó el sumo sacerdote: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?». Jesús contestó: «Yo soy. Y veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder y que viene entre las nubes del cielo». El sumo sacerdote, rasgándose las vestiduras, dice: «¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?». Y todos lo declararon reo de muerte […].
Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, hicieron una reunión. Llevaron atado a Jesús y lo entregaron a Pilato […]. Queriendo complacer a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran […]. Y conducen a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera») […]. Era la hora tercia cuando lo crucificaron […]. Al llegar la hora sexta toda la región quedó en tinieblas hasta la hora nona. […] Y a la hora nona dando un fuerte grito, expiró. […] El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios».
Comentario
Como si fuera un preludio de una obra musical, el Domingo de Ramos nos adelanta lo que se va a desarrollar en los días siguientes. Este año escuchamos el relato de la Pasión según san Marcos, que tiene la intención de esclarecer la identidad de aquel hombre crucificado. El comienzo del Evangelio y el final del relato de la Pasión muestran esta intencionalidad. «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc, 1, 1). Todos los acontecimientos que narra san Marcos convergen hacia el momento en que el centurión romano afirma ante la cruz que aquel hombre es «Hijo de Dios» (cf. Mc 15, 39).
Cuando alguien es alcanzado por el amor misericordioso de Dios en una relación humana, como aquellos caminantes de Emaús, en la carne frágil y ungida de la Iglesia, se pregunta por el origen de ese amor, que es lo que san Marcos quiere revelar a los destinatarios de su Evangelio. Esto es la Semana Santa, volver a mirar con afecto y agradecimiento el origen de nuestra dicha, de nuestra salvación.
En la medida en que uno crece en la conciencia y la certeza de la experiencia cristiana, crece el interés por los acontecimientos que dieron origen a dicha experiencia. La Semana Santa es memoria de las palabras y los hechos que introdujeron en la historia la posibilidad de la salvación de todos los hombres. ¿Cómo no mirar con afecto e interés cada palabra y cada gesto si gracias a ellos nosotros podemos experimentar esta dicha tan maravillosa? Entramos en la semana grande con la certeza de la contemporaneidad de los hechos que nos salvan. No somos meros espectadores, somos protagonistas. No solo recordamos las palabras y los hechos que nos salvan, sino que se actualizan gracias a la liturgia de la Iglesia. «La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza» (SC 10). En los acontecimientos que celebramos en la Semana Santa están compendiados todos los elementos que dan razón de la prolongación de la salvación a todos los pueblos de todos los tiempos. El misterio pascual de Cristo es el origen de toda la vida de la Iglesia como cuerpo de Cristo, como prolongación de la vida de Cristo, lugar de encuentro con Cristo muerto y resucitado. Nosotros hemos podido encontrar el amor de Cristo porque nos hemos encontrado con la humanidad de la Iglesia; humanidad que ha sido sumergida en la muerte de Cristo y levantada en su resurrección; humanidad que ha sido ungida por el Espíritu Santo y hecha templo viviente de su presencia en el mundo. Hemos podido decir con el apóstol Juan: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7) porque nos hemos encontrado con la sobreabundancia de la humanidad de la Iglesia, que nos ha amado como Cristo nos ama.
¡Qué distinto es celebrar la Semana Santa con la certeza en los ojos y en el corazón de la presencia de Cristo resucitado entre nosotros! ¡Qué distinto es celebrar la Pascua con la certeza de que los acontecimientos que se celebran y que nos salvan están intrínsecamente unidos a aquellos con los que los celebras!
La liturgia de Semana Santa nos permite no solamente ir al origen, sino participar del destino último. La liturgia es el culmen de la vida cristiana porque genera el espacio adecuado en el tiempo para elevar nuestra alabanza y adoración a Dios por Cristo en el Espíritu Santo. Como pueblo de Dios, la Iglesia canta, alaba, agradece, adora, honra a su Señor y Dios. «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). De esta forma, la liturgia se convierte en una prenda de la liturgia celestial. Vivimos ya en el presente las primicias de la resurrección futura y se nos dan las arras del banquete eterno. Es un ya, pero todavía más, un adelanto de la vida eterna que nos permite esperar con certeza el domingo sin ocaso. ¡Feliz Pascua!