Urge una cultura del bien común
En la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, celebrada en la Plaza de la Almudena, de Madrid, el cardenal arzobispo de Madrid, don Antonio María Rouco Varela, dijo, en la homilía:
En sentida y profesada comunión con toda la Iglesia, presidida en su unidad por el sucesor de Pedro, nuestro querido Santo Padre Benedicto XVI, celebramos la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. El sacramento de su inefable presencia: real, substancial, única, no superada ni superable por ninguna otra forma de hacerse presente entre nosotros, abre al hombre la fuente inagotable de la verdad, de la esperanza y del amor. Si el hombre es y ha sido en todos los tiempos, después de su primer pecado, un hambriento y sediento del pan y del agua que sostiene y reconforta el cuerpo, más aún lo ha sido del alimento y de la bebida espiritual que sana y eleva el alma. El hambre y la sed de la verdad de Dios, de la esperanza en sus promesas y del don del amor, han constituido el ansia más profunda del ser humano y de la familia humana a lo largo y ancho de toda la Historia; un ansia que se manifiesta en el momento presente con una gravedad y unas características singulares. Hoy, como pocas veces en el pasado más reciente y en el más lejano, se nos ha desvelado cómo las causas más profundas de las carencias materiales y de la pobreza física tienen profundamente que ver con los fallos morales y la indigencia espiritual. Por ello, portando por las calles de nuestro entrañable y viejo Madrid al Santísimo Sacramento, ¡a Cristo Sacramentado!, proclamamos y mostramos a todos —¡a la sociedad y al mundo!— que hay verdad, que hay esperanza, que hay auténtico amor: ¡que hay salvación! Nuestra proclamación será tanto más creíble, cuanto más vaya acompañada y sustentada por una actitud de adoración.
El mandato del amor fraterno —¡amar hasta dar la vida por los hermanos!— nace del corazón eucarístico del Salvador… Amar y ser amados por Cristo y en Cristo eucarístico implica, sobre todo, en la actual coyuntura histórica:
• El respeto exquisito y el trato esmerado de la dignidad de toda persona humana, desde que es concebida en el seno de su madre hasta su muerte natural; especialmente aplicado a la que sufre pobreza, marginación, enfermedad, exclusión social. Sus víctimas principales son los niños, los jóvenes, los ancianos, los discapacitados y —tenemos que reconocerlo con mucho dolor— ¡las familias! La preocupación por el bien integral de la persona es inseparable del cuidado solícito y solidario que merece y necesita la familia, constituida sobre la mutua entrega y donación amorosa del padre y de la madre, fecunda en el don de los hijos.
• La búsqueda y el servicio al bien común, tarea primordial y responsabilidad primera de la comunidad política y de los que en ella ejercen la autoridad; pero, también, exigencia básica para el comportamiento justo y solidario de todos los que depende el futuro de la sociedad por los cargos y responsabilidades asumidas y protagonizadas en los campos de la economía, de las finanzas, de la empresa, de los sindicatos y de las organizaciones sociales en general. Y, por supuesto, criterio imprescindible de acción y de conducta para cualquier persona que quiera responder coherentemente a las exigencias éticas de la moral natural y, no digamos, de la moral cristiana.
• Una defensa incondicional de la dignidad de la persona humana y un impulso y fomento decidido del bien común, apoyados en principios y estilos de conducta y de convivencia marcados por la gratuidad, que en realidad sólo se hace posible cuando se está dispuesto a amar al prójimo, dándose; es decir, sacrificándose por el bien de los demás. Sacrificio que ha de ser tanto más grande, cuanto más y mejores sean la condición y las posibilidades materiales y espirituales de cada uno. ¡El que más tiene, más ha de dar!
Se trata de tres actitudes ante la problemática individual, familiar y social de nuestro doloroso día a día que urge recuperar y actualizar en todos los ámbitos de la vida privada y, muy principalmente, de la vida pública. A la vista de la gravedad de la situación por la que atraviesan tantas familias y tantos conciudadanos hermanos nuestros, hay que intentar con todas las energías morales y espirituales de que disponemos -o podemos disponer-, a partir de la vivencia fiel de lo que exige en la práctica la coherencia eucarística, instaurar una verdadera cultura del bien común, acompañada e impregnada de una cultura de la gratuidad. No hay duda: ¡nos encontramos ante una exigencia primordial de la caridad cristiana auténticamente vivida!
Llevar, cantando jubilosamente, a Jesucristo Sacramentado por nuestras calles y plazas de Madrid, en este año de crisis, pero también de gracia, que es el año 2012, nos está pidiendo, sobre todo, a los que lo portamos y mostramos —pero, no menos, a los que lo ven pasar y lo contemplan— una disposición interior para la conversión. En el Año de la fe que se aproxima y en la Misión Madrid que vamos a convocar, queremos responder con todas las consecuencias de vida cristiana y de acción pastoral precisas, desde hoy mismo, al reto evangelizador que -en la Carta apostólica Porta fidei– nos propone Benedicto XVI de que «la fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino».