Una voz universal - Alfa y Omega

Una voz universal

Alfa y Omega

«Las comunidades cristianas de los primeros siglos utilizaron ampliamente el griego y el latín, lenguas de comunicación universal»: lo recuerda Benedicto XVI en su Carta, del 10 de noviembre pasado, «con la que se instituye la Academia Pontificia de Latinidad», y nada tiene de extraño que así fuera, justamente porque, ya desde el comienzo mismo de la Iglesia, los discípulos de Cristo habían de llevar a cabo su mandato: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación», como así fue, según leemos en el evangelio de Marcos a continuación: «Ellos se fueron a predicar por todas partes». Y el Papa en esta Carta, Latina lingua, sigue recordando la Historia: «Tras la desaparición del Imperio romano de Occidente, la Iglesia de Roma no sólo continuó valiéndose de la lengua latina, sino que se hizo de ella, en cierto modo, custodia y promotora, tanto en el ámbito teológico y litúrgico como en el de la formación y la transmisión del saber». Porque el anuncio del Evangelio de Jesucristo no era para un cierto tipo de hombres, aquellos a los que les gustan esas cosas de la religión, como si ésta fuese algo particular, de la vida privada de uno; ¡era para todos los hombres y para todo el hombre!, de modo que no se limitaba a iluminar un aspecto de la vida –por otra parte, algo inútil, ¿o es que puede llamarse luz algo que queda oculto en el alma dejando a oscuras la vida?–, sino la vida entera.

Pocos meses antes del inicio del Concilio Vaticano II, dando el «mandato de fundar un Instituto Académico de la lengua latina», en la Constitución Veterum sapientia, a la que remite Benedicto XVI en la Carta Latina lingua, ya lo había recordado Juan XXIII: «Con la introducción del cristianismo en el mundo, nada se perdió de cuanto los siglos precedentes habían producido de verdadero, de justo, de noble y de bello», y no dudó en afirmar que las lenguas griega y latina «son como el áureo ropaje de la sabiduría misma», subrayando que la lengua latina «unió entre sí con estrecho vínculo de unidad a los pueblos cristianos de Europa». Y la profunda crisis que hoy padece Europa, que en definitiva es crisis del sentido de la vida, crisis de humanidad, ¿acaso no tiene que ver con esa falsificación del cristianismo que lo reduce a una cuestión privada y que se manifiesta de un modo bien significativo en la marginación del latín y del auténtico saber que halla su concreción en el estudio y la transmisión de las Humanidades?

La Luz de la Navidad, el mismo Hijo de Dios hecho carne, que vino a iluminar a la Humanidad entera, no podía ocultarse bajo el celemín, había de llegar a todos, y así los apóstoles, y sus sucesores, lógicamente usando una lengua de comunicación universal, llevaron la Buena Noticia por todas partes, una noticia que, lejos de dividir y enfrentar a los hombres en un camino de esterilidad y de muerte, había de ser, como dijo el Beato Papa Juan XXIII, estrecho vínculo de unidad, y con ello fuente de vida y de esperanza verdaderas. «Lo que hemos visto y oído -escribe en su Primera Carta el apóstol y evangelista Juan- os lo anunciamos, para que estéis en comunión con nosotros, y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo». Sin esta comunión, ¿qué esperanza puede haber para el hombre? Lo explicó Benedicto XVI, con toda claridad, en su homilía de esta última Nochebuena: «Si la luz de Dios se apaga, se extingue también la dignidad divina del hombre… Qué géneros de violencia arrogante aparecen entonces, y cómo el hombre desprecia y aplasta al hombre, lo hemos visto en toda su crueldad el siglo pasado. Sólo cuando la luz de Dios brilla sobre el hombre y en el hombre, por miserable que sea su situación, su dignidad es inviolable».

No es el latín, ciertamente, una cuestión marginal, sólo para disquisiciones de eruditos. Está en juego la esperanza verdadera de los hombres. No todos, evidentemente, tienen que conocer y estudiar el latín, pero su marginación, sin duda, socava la esperanza. La decisión de Benedicto XVI de crear la Academia Pontificia de Latinidad, desde luego, no es el capricho de un Papa intelectual. La situación de Europa, y del mundo, la está reclamando a gritos: «En la cultura contemporánea –dice el Papa al instituirla–, en el contexto de un decaimiento generalizado de los estudios humanísticos», se percibe «un conocimiento cada vez más superficial de la lengua latina». Por ello, es «urgente sostener el empeño por un mayor conocimiento y un uso más competente de la lengua latina, tanto en el ámbito eclesial como en el más amplio mundo de la cultura».

Y vale la pena destacar, como se ha citado más arriba, que precisamente el Papa que convocó el Vaticano II, del que tantos han querido hacer bandera, entre otras cosas, en contra del latín, decía ya, y hacía, exactamente lo mismo que el actual Pontífice: «Por desgracia, hay muchos que, extrañamente deslumbrados por el maravilloso progreso de las ciencias, pretenden excluir o reducir el estudio del latín y de otras disciplinas semejantes. Nos, en cambio, pensamos que debe seguirse un camino diferente… Si en algún país el estudio de la lengua latina ha sufrido en algún modo disminuciones, deseamos que allí se conceda de nuevo el tradicional lugar reservado a la enseñanza de esta lengua». No es un capricho: la salvación universal requiere una voz universal.