Nos llega, por fin, el primer documento importante del Papa León XIV, que nos permite conocer un poco mejor sus preocupaciones, sus puntos de vista y lo que lleva en el corazón. Es la exhortación apostólica Dilexi te, que reflexiona sobre el amor a los pobres y la vocación de la Iglesia a la pobreza.
Como el mismo Santo Padre confiesa, se trata de un texto a cuatro manos, compuesto en buena parte durante el pontificado anterior, de Francisco, y recibido, asumido y completado personalmente por el Pontífice actual. Es la segunda vez que esto ocurre en la historia reciente de la Iglesia, porque el Papa Francisco tuvo el mismo gesto con la encíclica Lumen fidei, iniciada por Benedicto XVI. Se subraya así una profunda continuidad: ciertamente, entre el Papa Prevost y el legado espiritual de Bergoglio; pero, sobre todo, la del ministerio petrino, cuya misión de confirmar la fe es perenne, supera el paso de las estaciones y debe entenderse más allá de las sensibilidades personales y las circunstancias históricas.
Dilexi te se puede entender como una teología del amor. Esta perspectiva nos sirve para entender el mismo título, Te he amado (Ap 3, 9), que hace un guiño evidente a la última encíclica de Francisco, Dilexit nos, dedicada al Corazón de Cristo. Si esta proponía el amor misericordioso de Dios revelado en el misterio de su Corazón como respuesta encarnada tanto a la crisis de indiferencia que campa en nuestra sociedad como a la sed espiritual que sufre el hombre de hoy, León XIV ofrece ahora un camino seguro para encontrar una vida llena de caridad y de la alegría de Dios: los pobres. De nuevo, como en el caso del Sagrado Corazón, la carne de Cristo, humillada y paciente en los hombres que sufren, a través de la cual Dios nos llama y nos da la oportunidad de amar con autenticidad.
El Santo Padre ha logrado reflexionar sobre la pobreza sin caer en la sociología —es decir, sin que todo quede reducido a análisis económicos y políticos— ni en el moralismo, —es decir, sin ser absorbido por todas las urgencias asistenciales que exige la pobreza actual—. En cambio, nos regala una mirada eminentemente teológica, que ayudará a conocer mejor al Dios de la pobreza y la vocación de la Iglesia hacia los pobres. Él mismo dice: «No estamos en el horizonte de la beneficencia, sino de la revelación: el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor. En los pobres, Él sigue teniendo algo que decirnos».
Esta perspectiva teológica no es una fuga del mundo ni es ingenuamente espiritualista. El texto está sembrado de interpelaciones a los ambientes políticos. Tampoco evita las denuncias proféticas a los sistemas económicos actualmente hegemónicos, a los cuales la doctrina social de la Iglesia ha responsabilizado en los últimos años de una lógica global de descarte, de desigualdad social, de violencia y guerra y de falta de respeto a la creación. Al leer estas partes, me quedaba la sensación de que el Papa estaba apuntando directamente a ciertas élites que insisten en esta indiferencia ciega hacia los más débiles del mundo. Efectivamente, a los pocos días de publicar la exhortación, se escuchaban en los medios las quejas de dichos grupos ante esta interpelación de la Iglesia.
Además, resuena en las palabras del Santo Padre la confrontación evangélica de Jesús con los fariseos, cuando se parapetaban en la ley para justificar su desprecio por el leproso, la adúltera y el extranjero. León XIV ha querido aprovechar su llamada a la Iglesia a volver a los pobres para zarandear una fe cristiana que ni descubre ni reconoce al prójimo necesitado, que vive una caridad tal que, absorbida por un culto mal entendido, no siente el apremio de ser encarnada y eficaz. En este punto, nos recuerda mucho a la síntesis entre Eucaristía y amor verdadero que hace años nos regaló Benedicto XVI en Sacramentum caritatis.
Es bellísima la revisión que el Papa hace en el capítulo III del amor de la Iglesia por los pobres a lo largo de dos milenios. Se prolonga en cierto sentido en una lectura muy interesante del magisterio social del capítulo IV. De su mano, se descubre una historia de compasión, atención y sacrificio por los demás que solo deja admiración y agradecimiento. Queda demostrado el bien que ha hecho la Iglesia a lo largo de los siglos, que solo Dios sabe, cumpliendo su misión de ser alma del mundo; y lo cruel y terrible que sería esta tierra para los hombres sin esta presencia benéfica.
En Dilexi te, el encuentro y la comunión con los pobres se convierten para toda la familia cristiana en una experiencia nueva e intensa del amor de Dios y de la fuerza transformadora de su misericordia, capaz de renovar la vida de los creyentes y de las comunidades, descubriendo una vida más evangélica, más sencilla y esencial, más fraterna, más capaz de decir una palabra a todo el mundo. Entre sus últimas letras aparece una promesa, que a la vez suena a deseo vivo de León XIV: «Una Iglesia que no pone límites al amor, que no conoce enemigos a los que combatir, sino solo hombres y mujeres a los que amar, es la Iglesia que el mundo de hoy necesita».